Publicaciones del año 2010 en formato revista en linea..... ASH-LPG 2010
Pedro Escalante en entrevista en línea (LPGMedia)
Hablando con William Meléndez acerca de la celebración de la conmemoración del Bicentenario del Primer Grito de Independencia
Mestizaje y ladinización El proyecto de Estado de los siglos XIX y XX
LPG septiembre de 2011 José Heriberto Erquicia Cruz, arqueólogo Universidad Tecnológica de El Salvador Academia Salvadoreña de la Historia
La discusión relativa a las categorías antropológicas de mestizo y ladino es comúnmente un tema complejo de descifrar: ¿cuáles son los significados, diferencias y similitudes que estas categorías han tenido en el transcurso del tiempo y espacio de la sociedad salvadoreña?
Probablemente, los primeros mestizos culturales en ocupar el suelo salvadoreño fueron los indígenas que acompañaron a las tropas españolas, lo cual significaba ya un primer mestizaje; muestra de ello, son los pictogramas del “Lienzo de Quauhquechollan”, donde ellos se bosquejan como “gente de piel blanca”, mientras que los “otros” indígenas, los conquistados, se les encarna de piel oscura.
Existen estudios de poblaciones indígenas del Suramérica, en donde los hombres indígenas al salir de su comunidad a vender productos a un mercado de un pueblo de ladinos, los suyos (los indígenas), de inmediato los reconocen como ladinos, aunque sigan siendo indígenas, lo que muestra lo frágil que pueden ser las identidades y categorías étnicas en determinadas sociedades.
Hacia finales del siglo XVI, el actual territorio salvadoreño era una sociedad multiétnica y jerarquizada, en la cual interactuaban indios, negros, españoles y como resultado de las interrelaciones el grupo híbrido de mestizos; cada uno de ellos tenía obligaciones y derechos diferentes dentro de la sociedad colonial. Las relaciones de poder se enmarcaban en que unos, por ser indios, tributaban por medio de sus bienes, producto del trabajo en la tierra; otros, los negros, eran la mano de obra esclavizada y el poder de estas relaciones estaba centrado en el grupo de los españoles. La legislación de Indias daba un marco jurídico y las reglas de poder.
El término ladino, como categoría étnica y luego social, ha tenido en El Salvador una serie de acepciones y alcances que han cambiado a través de los siglos, hasta asumirse lo ladino como sinónimo de mestizo. Probablemente, durante el período colonial, el término ladino era utilizado mucho más que el de mestizo al referirse a los hijos de españoles e indias, al juzgar por las descripciones del arzobispo Pedro Cortés y Larraz, hacia finales del siglo XVIII.
Pero la complejidad de los términos no termina allí; ya que, muchas veces las categorías de ladino y mestizo se incluyeron dentro del grupo de mulatos, como lo demuestra la “Relación geográfica de la provincia de San Salvador” del alcalde mayor Manuel de Gálvez Corral de 1740.
Por su parte, la categoría mestizo pertenecía a un sistema de clasificación acuñada en el territorio de las colonias españolas entre los siglos XVI y XIX. Este término se refería a la impureza de sangre surgida de las personas nacidas de padre español y madre indígena; en esta denominación, destacaba una situación de inferioridad.
A partir de las últimas tres décadas del siglo XIX, la clase política salvadoreña fue construyendo la idea de nación, basada en un imaginario de lo mestizo, al cual concibió como sinónimo de lo civilizado y lo moderno y; al mismo tiempo, invisibilizó, negó y hasta soterró lo indígena y lo mulato, que fue concebido como símbolo del atraso y solamente reflejando a los situados en estas categorías apenas en sus aspectos pintorescos o folklóricos. Como parte del proyecto liberal decimonónico, aparece el mestizaje como discurso del nacionalismo salvadoreño. La pérdida paulatina de los rasgos culturales indígenas más distintivos, como la indumentaria tradicional y su lengua, fueron argumentos suficientes para reafirmar el mestizaje de los pueblos indígenas de El Salvador.
El proyecto del mestizaje planteaba una ideología de “homogenización étnica” o de “mezcla racial”, la cual excluía a los que se consideraban no mezclados y adoptaba el “blanqueamiento cultural”, como la manera de volverse más urbano, cristiano, civilizado, menos rural, indígena y negro.
En México, los intelectuales plantearon alternativas de una nueva raza mestiza, adaptativa y mexicana, “La raza cósmica” de José Vasconcelos, una quinta raza mestiza e hispanoamericana, y que en el caso salvadoreño tuvo un gran eco. De esta manera, los nacionalistas en Centroamérica tomaron el mestizaje como integrante del mito que planteaba que la mezcla de razas era parte de la formación de la nación civilizada, que no produce degeneración y atraso, sino un enriquecimiento. Y esto, a su vez, se convirtió en un proceso de “desindianización”.
El mestizaje permitió a los intelectuales de la década de 1920 desempeñar un papel importante en la formación de la nación, inventando y creando insignias e imágenes simbólicas de la nación mestiza, que permitió la inclusión de grupos subalternos (campesinos, proletarios y pequeños comerciantes) en menoscabo de un racismo que eliminó las categorías étnicas, homogenizando la diversidad étnica-cultural. La visión fundamental era que, para modernizarse y “avanzar”, había que dejar de ser indio, y pasar a ser mestizo.
La ideología del mestizaje aceptaba e idealizaba al “indio” a nivel de discurso, pero en la práctica se lo integraba a las milicias y luego al ejército, también como mano de obra barata para las actividades del campo y la ciudad. Se le excluyó del proyecto de la formación de la nación; sin embargo, se les apropiaba su historia antigua. De todo ello, surgió en la década de 1920, una “intelligentsia” nacionalista, que pretendía encontrar una identidad salvadoreña en los orígenes indígenas de Cuscatlán. Ese imaginario de lo salvadoreño, como mestizo (de ascendencia indígena y española, además obviando la ascendencia africana entre otras identidades étnicas), se reforzó con lo indígena, como el alma ancestral del mito de origen. Muestra de ello fue la invención y legitimación del mito de Atlacatl.
Al final, el proyecto de la “nación moderna” se vería fortalecido por el papel de las instituciones claves que servirían para transformar, legitimar y vigorizar la identidad nacional salvadoreña. Estas instituciones serían la Escuela —educación pública o nacional–, el museo, el mapa, el censo y el periódico —revistas y semanarios–, entre otros elementos.
Aunque el discurso del Estado salvadoreño se ha transformado paulatinamente en contraposición con el discurso liberal de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, en la práctica, se sigue pensando en una identidad homogénea y no en una más heterogénea, más plural, que admita una diversidad de identidades étnicas dentro de una misma nación.
[Img: Pintura de casta española e indígena; fondo fotográfico ASH]
Piratería en el Golfo de Fonseca
LPG septiembre de 2011 Pedro A. Escalante Arce Academia Salvadoreña de la Historia
Después de la llegada de Francis Drake en 1579 y de Thomas Cavendish en 1587, quienes cruzaron por el estrecho de Magallanes, y luego por muy cortos días se internaron en el golfo, el Mar del Sur no volvió a ser el mismo. La piratería y el corso estarían presentes, no en la dimensión del peligro en el mar de las Antillas y en el Atlántico, donde los asaltantes del océano se sentían descaradamente a sus anchas con la depredación en barcos y puertos, pero sí tuvo períodos intensos que se extendieron hasta finales del siglo XVIII. Pues aún en 1799, de una fragata inglesa desembarcó un grupo de asaltantes en Acajutla y robaron alrededor de 80,000 libras de tinta añil de las bodegas.
Cualquier barco extraño en el horizonte ponía zozobra e inquietud en estas desprotegidas costas centroamericanas, carentes de defensas y baluartes, donde el único cuido era un mediocre sistema de vigías para dar la alerta. Un lugar favorecido por los filibusteros ingleses y holandeses y los bucaneros franceses fue por muchos años el golfo de Fonseca. Por mayo de 1615, el alcalde ordinario de San Miguel, Juan García Serrano, acudió con indígenas flecheros y milicia ladina y mulata, así como con un numeroso grupo de criollos, a cuidar el puerto de Amapala (hoy Pueblo Viejo, al sur del actual La Unión), donde se encontraba el convento franciscano de Nuestra Señora de las Nieves, establecido en 1593, un sitio particularmente favorecido por el peligro de los piratas, por ser la ruta del canal profundo del golfo. En 1620, estaban los franceses con varios barcos y de nuevo de San Miguel llegaron fuerzas a defender la gran bahía. Asimismo, trataron de desembarcar holandeses por las playas de la parte de la desembocadura del río Jiboa, un par de años después, y el alcalde mayor de San Salvador, Pedro Aguilar Lasso de la Vega, envió fuerzas a cuidar la costa de Zacatecoluca.
Tanto era el peligro por el Pacífico que la Corona organizó la Armada del Sur, con un grupo de barcos de guerra para cuidar a los galeones de la plata que navegaban anualmente entre El Callao y Panamá, así como el tráfico usual de mercaderes y pasaje. La piratería del Pacífico se mostró en especial temerosa en la segunda mitad del siglo XVII y el Fonseca tuvo que sufrir el embate de varios grupos entre 1684 y los inicios del siglo XVIII, sin que ello significara su desaparición, pero sí la finalización de esa edad de oro de la piratería en el golfo. En julio de ese 1684, dos barcos ingleses, de los capitanes Edward Davis y Thomas Eaton pusieron el terror en las islas pobladas de la Petronila, Conchagua y Meanguera, y causaron la huida de todos sus habitantes y la destrucción de los pueblos de Santiago de Conchagua y Santa Ana de la Teca, en la primera, y de Santa María Magdalena en Meanguera. Sus habitantes partieron, los de Conchagua hacia las faldas del volcán (antes volcán de Amapala), donde fundaron el nuevo pueblo de Santiago Conchagua (la iglesia de Conchagua tiene la fecha 1693, año de su conclusión), mientras que los de Meanguera en un principio lo hicieron hacia la parte de Nacaome, pero luego se trasladaron al hoy cantón Amapalita, junto con los indígenas expulsados, a su vez, del puerto de Nuestra Señora de las Nieves de Amapala, donde en 1686, los bucaneros franceses arrasaron el convento e incendiaron el pueblo, situado un poco en alto, mientras que la casa franciscana estaba a orillas de la playa de la caleta. Dos imágenes del convento de Santa María de las Nieves se salvaron del desastre, una atesorada por el recuerdo en la iglesia parroquial de Conchagua y la otra, piadosamente modificada, es hoy Nuestra Señora de la Paz, entronizada en la catedral de San Miguel.
En el grupo inglés que originalmente invadió el golfo, hubo varios nombres que han tenido su puesto en la piratería, pero el de mayor nombradía fue el célebre William Dampier, científico y naturalista, a medio camino entre gentil hombre y delincuente, como sucedió con tantos aventureros británicos que hicieron de las suyas en las provincias marítimas de la España americana. Dampier escribió un estupendo relato de su estadía en la isla Meanguera, que consta en el libro “Nuevo viaje alrededor del mundo”, publicado en Londres en 1697.
Otro libro sobre piratería en el Fonseca fue el del francés Raveneau de Lussan, “Diario de viaje hecho en el mar del Sur con los filibusteros de América en 1684” (París, 1689). Es probable que el grupo de Raveneau , o el del francés capitán Grogniet, hayan sido los que desembarcaron por Usulután e incursionaron hasta Juacuarán, Ereguayquín y Mexicapa, porque son los pueblos que vieron la llegada de los facinerosos, según el informe del franciscano de fray Francisco de Zuaza, de 1689. En diciembre de 1687, un considerable grupo de piratas, reconcentrados en las islas del golfo, huyeron por Choluteca y el río Segovia hacia el cabo Gracias a Dios, en cuenta Raveneau de Lussan. Muchos quedaron en el Fonseca, pero a mediados de 1688 llegaron dos galeones artillados de la Armada del Sur, el “San José” y “San Francisco de Paula”, al mando del capitán Dionisio López de Artunduaga, atacaron a los restos de los piratas y les hundieron embarcaciones. Ambos barcos volvieron en 1692 para cuidar las costas y subieron hasta Acajutla. En 1705, regresó Dampier con otro grupo de ingleses y estuvieron varios días en Meanguera y Conchagua (ya Conchagüita, por existir el pueblo continental de Santiago Conchagua). En 1724, llegó a Fonseca el barco “El Activo”, al mando del teniente Salvador Meléndez y Bruna, integrante de la expedición náutica y cartográfica de Alejandro Malaspina, y se apuntó en el diario que habían observado en los peñascos del extremo suroeste de Meanguera, engarzadas, balas de cañón de las que habían disparado los galeones de la Armada del Sur en 1688.
[Img: Libros sobre piratas. William Dampier, bucanero y corsario británico Dampier escribió un estupendo relato de su estadía en la isla Meanguera, que consta en el libro “Nuevo viaje alrededor del mundo”, publicado en Londres en 1697; fondo fotográfico ASH]
Escuelas de primeras letras
LPG septiembre de 2011 Eugenia López Velásquez Academia Salvadoreña de la Historia
La corona española empleó a los sacerdotes, a la religión y a las autoridades para impulsar la educación.
Una de las políticas de la monarquía española en América fue la castellanización de la población indígena, con el propósito de integrarla a la vida de las provincias organizadas a la usanza y tradición cultural castellana. En el Reino de Guatemala, la primera escuela en un pueblo indígena, en Tecpan, fue creada en el año de 1532, pero en general el impulso fue tardío, ya en el siglo XVII y con mayor fuerza en el siglo XVIII, sobre todo, en relación con el avance de las ideas renovadoras de la filosofía política de la Ilustración. En el actual El Salvador, se menciona una escuela en Asunción Izalco, por 1575, para niños indígenas, que atendía el maestro español Leonardo Ramos, pagado por el encomendero Diego de Guzmán.
Para el impulso de estas escuelas, se partió de la idea de que los indígenas eran ignorantes y neófitos y que para civilizarlos había que enseñarles castellano y la doctrina de la fe católica, además de abandonar sus propias costumbres. Asimismo, a las niñas había que instruirlas para la posibilidad de casarlas con españoles, como efectivamente ocurrió en muchos casos. También, existieron escuelas para hijos de caciques, pues ellos serían los nuevos señores de sus pueblos y su actitud de educación sería seguida por los naturales del común.
La enseñanza no solo fue impulsada para indígenas, sino también para la población negra y mulata. Las escuelas eran administradas y patrocinadas por el párroco y los cabildos, a veces con ayuda del real fisco, y su funcionamiento era supervisado por la Real Audiencia. Pero el mantenimiento se daba con los fondos de la caja de la comunidad, aportada por los indígenas, por lo cual se requería pueblos de al menos 100 tributarios. Se procuró con mucha dificultad que en cada pueblo hubiera instrucción mañana y tarde, pero no fue posible, aunque la castellanización era punto de importancia y para ello incluso se ocupaban espacios en las iglesias o en la misma casa del cabildo.
A veces, se carecía de escuela debido a que no había quien se hiciera cargo de la enseñanza. En ocasiones, habiendo escuela esta tampoco funcionaba, a causa de que los padres se negaban a mandar a sus hijos, y si los mandaban los sacaban pronto siempre que podían con algún pretexto. Muchas veces, padres e hijos eran forzados bajo el regaño del cura, del fiscal u otra autoridad del pueblo.
Había escuelas en las cabeceras de los curatos, a finales del siglo XVIII y según cuenta el obispo Cortés y Larras, encontró a 100 niños en la escuela de Izalco, en Guaymango solo 10, y la de Acolhuacan, estaba cerrada debido al deceso del maestro.
Otras veces dejaba de funcionar la escuela por falta de pago del salario del maestro, pues quien debía de pagarle eran los padres, y no siempre lo lograban, aunque también los gastos se cubrían con algún otro fondo. Se había ordenado que los ladinos e indios pagaran de medio, uno a tres reales. Una razón muy invocada para no asistir a la escuela era el mal tiempo, epidemias plagas o alguna otra eventualidad. Una disposición utilizada para combatir el ausentismo fue pedir a los curas de la Diócesis que ayudaran a persuadir a los nativos y les hicieran entender lo conveniente que era que sus hijos aprendieran a leer y escribir. También, se les pidió encontrar el mejor y más fácil método de enseñanza.
Comúnmente, el profesorado fue masculino y los criterios que se utilizaron para escogerlos fue de personas escrupulosas, de buena vida y costumbres; aunque a veces se escogieron muy ancianos. A falta de maestros, cubrían la instrucción los fiscales doctrineros, el cura, algún ladino, y otras veces, indígenas del pueblo que habían sido preparados como doctrineros, y aunque no hablaban bien el castellano, muchos fueron reconocidos como muy talentosos. Las escuelas atendidas por el fiscal eran llamadas escuelas de doctrina, en estas se puso más énfasis en los cantos cristianos y en las cosas de la fe.
Además de leer, escribir y cantar, las escuelas mejor dotadas enseñaron música con instrumentos indígenas y europeos; asimismo, matemática, al menos para contar. Se ordenó desde la Real Audiencia que las escuelas tuvieran cartillas, cartones, papel, plumas y otros recursos para el mejor aprendizaje; sin embargo, los curas y maestros se quejaron continuamente de no recibir dichas cartillas ni demás aparejos.
En la región oriente salvadoreña, la situación de la enseñanza fue más difícil, a finales del XVIII en San Miguel no hubo escuela durante muchos años, ni en Ereguayquín, Conchagua y Gotera; en otros lugares cercanos a estos, se abrió escuela gracias a que grupos de indígenas se encargaron de enseñar a leer y escribir. Debido al fracaso sistemático de la escuela de primeras letras, se pensó en otras formas de educar, establecer colegios en donde se encontraran los niños y niñas desde la edad de cinco años o menos, donde debían permanecer, con o sin consentimiento de sus padres, instruidos por maestros competentes para aprender de arte, de política y doctrina cristiana, pues se pensaba que, de lo contrario, seguirían siendo ignorantes, incapaces de buenas cosas y sin conocimiento de la doctrina cristiana. En real provisión de la Real Audiencia, en 1799, ya en años de la Intendencia de San Salvador, se señaló preocupación por el estado de la enseñanza, lo que debía ser uno de los primeros encargos de los intendentes, corregidores y alcaldes mayores: el cuidar de que los maestros de primeras letras cumplieran exactamente con su ministerio y que inculcaran a los niños los principios de la religión y el ejemplo de buenas máximas morales y políticas.
A pesar de las instrucciones de la Corona, la preocupación de la Audiencia y de la Iglesia, la enseñanza de primeras letras fue muy limitada e insuficiente. En la ciudad de San Salvador, a principios del siglo XIX, estaban funcionando escuelas para ladinos y mulatos en varios de sus barrios, con maestros ya seculares, no sacerdotes ni religiosos.
[Img: Portada de publicación 1716 de la “Vida de la sierva de Dios Ana de Jesús Guerra”; fondo fotográfico ASH]
Puertos, barcos y comercio
LPG agosto de 2011 Pedro A. Escalante Arce Academia Salvadoreña de la Historia
Las provincias hispano-salvadoreñas fueron siempre lugares de actividad agrícola y comercial. Su situación geográfica al estar en la banda del Pacífico, en tierras calientes y feraces, y aceptablemente comunicadas por veredas y calles reales, hizo que el desarrollo, a pesar de la lentitud de los tiempos, fuera constante.
Los puertos eran la ventana al mundo y en la Alcaldía Mayor de Sonsonate estaba Acajutla, el principal del Mar del Sur, mientras que en la parte de San Salvador también se utilizaban algunos embarcaderos, como el caso de la bahía del Espíritu Santo (Jiquilisco), o el de Amapala, al sur de La Unión (hoy Pueblo Viejo). Se considera que la rada abierta de Acajutla se comenzó a usar alrededor de 1535 para el envío de cacao hacia México, enviado al puerto oaxaqueño de Huatulco, y desde entonces Acajutla se convirtió en puerto obligado para el tráfico marítimo. La villa de La Trinidad de Sonsonate fue fundada en la época de oro del cacao izalqueño, pero luego comenzaron las dificultades con las limitaciones al comercio entre los virreinatos por el Pacífico, lo que afectó sensiblemente a los puertos centroamericanos, principalmente Caldera, en Costa Rica, El Realejo en Nicaragua y Acajutla. Desde 1604, comenzaron las restricciones legales al tráfico por el Mar del Sur, para evitar que mengüaran los envíos de plata peruana a la península. Para Centroamérica, esto fue nefasto porque el comercio disminuyó drásticamente y solo fue permitido realizarlo con barcos autorizados que venían del Perú hacia Acapulco, con autorización de tocar puertos del istmo, en cuenta Acajutla, donde cargaban tinta añil, cueros, productos artesanales, bálsamo, zarzaparrilla, etc. Asimismo, se despachaba hierro de Metapán hacia el sur peruano.
Estas medidas asfixiantes lo que hicieron fue incentivar el contrabando, porque muchos barcos bajaban productos en disimulados lugares de desembarco, como fue el caso de Tonalá, hoy la playa Mizata, donde subrepticiamente desembarcaban bienes, cuya importación estaba controlada, o prohibida, como era el caso del aceite y del vino, que para que no compitiera con el llegado de España no se permitía que viniera desde El Callao (la falta de vino afectó incluso a la Iglesia por su ocasional carencia para las misas ). Las limitaciones mercantiles duraron hasta la segunda mitad del siglo XVIII, con la liberalización del comercio, pero habían causado un atraso notable en las provincias, en particular en las del Pacífico.
Durante este dilatado período, el comercio fue mayoritariamente con el Perú y hasta el bálsamo negro salvadoreño tomó el nombre de bálsamo del Perú, por haberse sobre todo conocido allí, y autorizado su uso litúrgico por los concilios provinciales de la iglesia peruana. En La Trinidad de Sonsonate, residían los funcionarios del real fisco, que controlaban el ingreso y la salida de mercaderías, las cuales debían pagar los impuestos correspondientes de alcabala, almojarifazgo y barlovento, además de bodegaje, si era el caso, en las bodegas de Acajutla, construidas sobre los peñascos, protegidas por guardias. Por algún tiempo, la Real Audiencia insistió en abrir la ruta náutica hasta las islas Filipinas, como la que comunicaba Manila con Acapulco, la ruta regular marítima más extraordinaria de la historia. Pero esto no fue aceptado por la Corona y será hasta en 1802 que Acajutla verá llegar el barco Luconia, salido originalmente de Manila, con un deslumbrante cargamento de productos suntuarios orientales.
Acajutla era una rada abierta, sujeta a fuertes corrientes de mar, en la que para bajar bienes y personas tenían que usarse lanchones hasta la playa. A principios del siglo XIX, se autorizó la construcción de un puerto nuevo, hacia el occidente, con un muelle de madera que luego, en la República, se sustituyó por uno de hierro, y sirvió hasta que en 1900 se construyó el muelle en el puerto antiguo de la playa, conectado con el ferrocarril de Sonsonate. El actual La Libertad fue puerto hasta después de la Independencia, cuando se habilitó como tal la barra de Tepeagua y se le dotó del muelle de hierro, inaugurado en octubre de 1869. Durante la época española, se usó como desembarcadero un sitio cercano al río Jiboa, en el actual estero de Jaltepeque, lugar donde en tiempos republicanos se pretendió habilitar el puerto La Concordia. En cuanto a la bahía del Espíritu Santo, o de Jiquilisco, tenía el problema de los bajos fondos; sin embargo, se usó esporádicamente. En algún sitio de la bahía, estuvo el astillero de Xiriualtique, que estableció Pedro de Alvarado en 1539, para darle carena a los barcos construidos en Iztapa, en Guatemala, y que se iban a utilizar en la fracasada expedición a las islas de las Especierías (las Molucas), que zarpó de Acajutla a principios de septiembre de 1540. Estaba la ventaja en esos días de la cercanía de San Miguel de la Frontera, en su primera ubicación usuluteca. No se construyeron barcos en Jiquilisco, sino que se les trataba allí con la brea traída desde los pinares de los montes de Tecolucelo (Chalatenango), para calafatearlos y proteger la madera del molusco destructor de la “broma”. Xiriualtique existió en algún lugar de las inmediaciones de la bahía de Jiquilisco hasta el siglo XVII. En tiempos republicanos, se erigió puerto El Triunfo en la bahía.
En el golfo de Fonseca el puerto fue Amapala, hoy Pueblo Viejo, al sur de La Unión, diferente al Amapala hondureño, que se construyó en la isla del Tigre en el siglo XIX. Amapala fue sede de la guardianía franciscana de Nuestra Señora de las Nieves hasta 1686, cuando la piratería inglesa y francesa arrasó las islas de la Petronila, Meanguera y Conchagua, entonces llamada también isla Amapala (hoy Conchagüita). Amapala servía de embarcadero para viajar a Nicaragua por el estero Real y el estero del Viejo. A finales del siglo XVIII, el embarcadero del nuevo pueblo de Santiago Conchagua, fue adquiriendo importancia y surgió con el nombre de San Carlos, por el rey Carlos IV, y pasada la Independencia se convirtió en el puerto de San Carlos de la Unión Centroamericana.
[Img: Flota española; fondo fotográfico ASH*Uso restrictivo debido a publicación futura]
Los ingenios de hierro del Reino de Guatemala
LPG agosto de 2011 José Heriberto Erquicia Cruz, arqueólogo Academia Salvadoreña de la Historia
Es de todos conocidos que durante los trescientos años que duró el período colonial en la América Central y específicamente en el actual territorio salvadoreño, los productos más importantes para dicha economía fueron el cacao, el bálsamo, el añil y en menor medida la ganadería. Sin embargo existió un producto de gran importancia para el comercio colonial y que jugó un papel trascendental en la economía del Reyno de Guatemala, nos referimos al hierro.
A partir de la historiografía y la arqueología por medio del proyecto de Arqueología Histórica de la Universidad Tecnológica de El Salvador y con el apoyo de la Academia Salvadoreña de la Historia, se han documentado en el territorio salvadoreño los restos de nueve ingenios de hierro, siete de ellos se encuentran en el municipio de Metapán, uno en Quezaltepeque y otro en Sonsonate.
El “hierro de la tierra”, tal y como se denominó por los españoles al metal extraído de los yacimientos americanos, y el que luego se convertiría para la segunda mitad del siglo XVIII en el “Hierro de Metapas”, fue una más de las ricas fuentes de divisas para la región centroamericana en la época colonial.
Según el historiador costarricense José Antonio Fernández, es alrededor de 1674 que, Marcelo Flores de Mogollón descubre los depósitos férricos de Metapas (Metapán), pero no fue, sino hasta las primeras tres décadas del siglo XVIII, que ésta industria se desarrolló.
Como lo describe Fernández, las minas de hierro eran abiertas, sin la construcción de tiros o túneles, utilizando herramientas básicas para obtener el mineral superficial, tales como almádanas, mazos de hierro con mangos largos para romper las piedras. Una vez extraído el mineral era reducido con mazos a pedruscos, proceso conocido como “refogar”. Dicha concavidad se llenaba con capas alternas de leña hasta el borde, dejando una fosa en el centro que permitiera encender el fuego desde abajo. Posteriormente se colocaba el material sobre la leña y una vez concluida esta etapa era conducido para su posterior tratamiento en el ingenio.
Ya en el ingenio, este proceso consistía en el fundido de material refogado, el cual para entonces había perdido agua y material orgánico. Los hornos eran de una vara de alto por una de circunferencia y en el fondo se hacía una concavidad de un tercio de vara para que se concentrara el material fundido, estos hornos tenían que llegar a temperaturas de 1,540° C para poder fundir el hierro. El horno tenía una boca para sacar las escorias y un “alquiribuz”, una abertura tubular para que entrara una corriente de aire provocada por “barquines” o fuelles movidos por fuerza hidráulica. Al encenderse el horno bajo la constante corriente de aire de soplo, el metal se fundía y concentraba en la concavidad central, de donde se tomaba ya frío. El proceso final una vez enfriado el hierro se cortaba y después de caldearlo se sometía a un gran martillo o martinete también movido por energía hidráulica. Las altas temperaturas requeridas para el procesamiento final que demandaban de fuelles movidos por fuerza hidráulica en los ingenios, se vio facilitada por los caudalosos río de montaña de Metapán y las otras zonas.
En la actualidad los restos arqueológicos de aquellas obras de ingeniería hidráulica que hacían producir el metal “plebeyo”, son los ingenios de hierro de Atapasco en Quezaltepeque, el de Santo Ángel de la Guarda en Sonsonate, los de San José, San Miguel, El Rosario, Santa Gertrudis, El Carmen, San Rafael, San Francisco de Paula o El Brujo, todos en Metapán, región que hacia la primera década del siglo XIX, casi al final de la época colonial fue conocida como Metapán del Fierro.
A inicios del siglo XIX, en las postrimerías de la dominación española, las provincias centroamericanas resentían numerosos atropellos de las elites comerciales y políticas que se encontraban en la capital del Reyno. Hacia 1811 iniciaba una serie de rebeliones en contra del poder establecido y sus medidas fiscales, entre ellas destacarían la de Metapán ocurrida el 24 de noviembre. En respuesta a los problemas estructurales del aparato colonial, que se encontraba ya en decadencia, los habitantes de ésta importante localidad comercial decidieron subordinarse al poder.
Según Fernández, en Metapán la furia popular buscó atacar a miembros de la elite residente, así una parte de los indios, una multitud de los mulatos y con el apoyo de algunas mujeres formaron un tumulto y armados con piedras y otros objetos depusieron al Alcalde Segundo, saquearon el estanco de agua ardiente, forzaron al dueño del estanco de tabaco a que redujera el precio de la libra de tabaco y liberaron a los reos de la cárcel. Dicha rebelión de indígenas y mulatos llevada a cabo en el territorio del principal productor de metal en la región preocupó definitivamente a las autoridades coloniales.
Luego de la rebelión multiétnica de 1811, vendrían desde el poder colonial, medidas más drásticas en detrimento de la producción de hierro, aunado a la llegada de metal desde Europa y otros factores más locales, los que hicieron paulatinamente desaparecer el sistema productivo de la siderurgia en la región durante el régimen colonial.
Como ciudadanos de esta nación estamos llamados a conocer nuestra historia, por lo tanto es pertinente seguir investigando y documentando los sitios arqueológicos como referentes de la cultura material de nuestros antepasados y su contexto en general, el cual nos brinda una ventana al pasado y nos llaman a conocer, entender, preservar y disfrutar ese patrimonio de identidad local, nacional y regional.
Justo en las vísperas de la conmemoración del bicentenario de la insurrección de San Salvador y Metapán de noviembre de 1811, es de fundamental importancia reflexionar respecto a los procesos y transformaciones que a través del tiempo ha sobrellevado la sociedad salvadoreña. Existe toda una serie de aspectos de la realidad nacional, los cuales debemos cuestionarlos y ponerlos en tela de juicio, pues es esencial saber hacia dónde queremos transitar como país, no solamente para las presentes generaciones, sino también para las futuras.
[Img: Ingenio de hierro, Metapán; fondo fotográfico ASH]
Los esclavos negros, presencia y resistencia
LPG agosto de 2011 Pedro A. Escalante Arce Academia Salvadoreña de la Historia
Desde siempre ha corrido la afirmación de que no hay negros en El Salvador porque el presidente Hernández Martínez los prohibió, y que además estaba prohibido su ingreso por la Constitución. Esto último es totalmente absurdo, un disparate de la vox populi. En cuanto a lo primero, sí, efectivamente la Ley de Migración de 1933, con sus normas etnofóbicas, estableció en su artículo 25 que estaba prohibido el ingreso de negros, chinos, árabes, gitanos y un buen etcétera, que afortunadamente es ahora cosa del pasado. Lo de Hernández Martínez fue pasajero, lo definitivo es que africanos llegaron aquí desde el inicio español y su sangre corre en las venas de salvadoreños, con un creciente interés actual por el legado cultural y por los resabios étnicos que se observan difuminados en el paisaje mestizo y ladino. No puede pensarse en un país solamente con dos etnias fundamentales, porque está la tercera, la negra, y todavía presente en la conjunción étnica.
La esclavitud fue un institución universal, aceptada legalmente, aunque desde siempre controvertida por razones de conciencia, humanidad y religión. Los primeros esclavos negros de servicio llegaron procedentes de España con soldados, funcionarios y pobladores, que recibieron autorización de embarcarse con ellos. En el Lienzo de Quauquechollan, que plasma pictóricamente los servicios de los indígenas mexicanos quauqueholtecas a Jorge de Alvarado y su tropa, en el viaje a Centro América de 1528, está dibujado el que es probablemente uno de los primeros africanos que anduvieron por estas tierras, o el primero, y está de camino hacia la parte que hace falta del Lienzo, que es la que presumiblemente correspondía al presente El Salvador.
La intensa y desordenada riqueza cacaotera de los Izalcos hizo que fuera una de las primeras regiones en tener apreciable cantidad de africanos esclavos. El oidor Diego García de Palacio, en su Carta-relación de 1576, menciona un enclave de negros a orillas del lago de Coatepeque. Y lo mismo habla de ellos fray Antonio de Ciudad Real en la crónica del viaje del provincial franciscano fray Alonso Ponce de León, en 1585-1586, que dijo haberlos visto en apreciable cantidad en una hacienda en las goteras de la villa de La Trinidad de Sonsonate, en las riberas del río Cenzúnat. Los negros en las haciendas eran usualmente personas de confianza de sus amos y podían cumplir una función intimidatoria con los indígenas, como capataces y personas de trato enérgico, tal los llamados gañanes.
En San Salvador y San Miguel muchos vecinos poseían esclavos negros, algunos para ser enviados a lavar oro a los ríos hondureños, lo que fue una verdadera industria en el siglo XVI, para lo que por 1545 se señaló una suma de en total unos mil quinientos negros en busca de arenas auríferas en tierras de Honduras.
En los obrajes añileros , ya que varias reales cédulas habían prohibido el uso de mano de obra indígena en los obrajes, hubo considerable demanda de mano de obra negra, la cual era proporcionada con el comercio esclavista que llegaba en barcos a la costa norte, en un tráfico autorizado usualmente para portugueses que tenían licencia de asentistas y con permiso de introducción.
La proliferación de mulatos, tanto libres como todavía en esclavitud, fueron poco a poco diseñando el panorama étnico rural en las provincias hispano-salvadoreñas, donde se conocieron como pardos libres. Muchos mulatos se volvieron propietarios de tierras y se incorporaron a un estamento medio de propietarios, a menudo en detrimento de los indígenas, como fue una denuncia hecha en el pueblo de San Bartolomé Arcatao por el cura del lugar, en 1655. Varios lugares se fueron poblando con familias de origen mulato, así como se instalaron en barrios de las ciudades, como el barrio del Ángel, en La Trinidad de Sonsonate y barrios de San Vicente, San Miguel y San Salvador. Al igual como se integraron en barrios de pueblos indígenas y en núcleos de población en haciendas y tierras realengas, los que se convertirán más adelante en pueblos ladinos.
En tiempos de la Intendencia, cuando eran ya pocos los negros en estado de esclavitud, se dieron los reglamentos para los propietarios de esclavos, según orden de la Corona a la Real Audiencia. Por ejemplo el de San Miguel se dio en septiembre de 1804, así como los promulgó el cabildo de San Vicente de Austria y el de La Trinidad de Sonsonate.
Por largo tiempo la presencia negra y mulata fue negada y borrada por el incipiente estado-nación que se construía con la omnipresencia de los parámetros étnicos europeos occidentales. Pero la historia de los africanos en El Salvador, desde el siglo hasta XVI hasta la extinción de la esclavitud en Centro América por la ley de abril de 1824, es un tema para investigación y abundante en hechos, datos y acontecimientos, como la olvidada rebelión negra de finales de 1624, erradamente situada en la Semana Santa de 1625, comentada por monseñor Francisco de Paula García Peláez, en sus “Apuntamientos”.
La rebelión sucedió en tiempos del alcalde mayor de San Salvador, Pedro Aguilar Lasso de la Vega y causó verdadero temor. Un documento, citado por el historiador Barón Castro, decía que estuvieron convocados por alzarse dos mil negros en la provincia, y Manuel Rubio Sánchez escribió que se llamaron milicianos de Comayagua para atajar el peligro. El expediente de méritos y servicios del capitán español que mandó la tropa que persiguió a los negros alzados, Juan Ruiz de Villela, cumplimentado en 1635 (Archivo General de Indias), trae en su gruesos legajos todos los incidentes de la persecución que se hizo de los esclavos rebeldes en noviembre y diciembre de 1624, quienes fueron alcanzados en las riberas del Lempa, por la parte llamada El Marquesado y el cerro homónimo, así como río abajo, en las cercanías de la desembocadura, por un contingente de indígenas y soldados ladinos de Zacatecoluca y Apastepeque. Todos los negros capturados fueron ejecutados en San Salvador en 1625.
[Img: Esclavos negros trabajando (de Compañón) ; fondo fotográfico ASH]
La herencia africana en la historia salvadoreña
LPG agosto de 2011 Carlos Loucel Lucha Colaborador en Academia Salvadoreña de la Historia La ausencia de afrodescendientes en El Salvador es un mito que ha sido mantenido a través del tiempo sin bases sólidas, y muy por el contrario, la presencia africana en la historia salvadoreña constituye un hecho patente y abundantemente documentado. La idea de la ausencia de afrodescendientes se estableció en la mentalidad de la sociedad a principios del siglo XIX con la creación de la nación-estado, cuando se exaltó al mestizo de ancestro indígena y europeo, excluyéndose la ascendencia y participación del negro africano en la construcción social multiétnica.
Los primeros esclavos negros llegaron en la época de la conquista española y fueron colocados en diversas clasificaciones; los llamados bozales eran los que todavía se consideraban en un estado nativo africano y no aculturados por los europeos. Así los encontramos en un documento de 1641, en el cual se menciona que el navío «Nuestra Señora de los Remedios y San Lorenzo», que venía con un cargamento de negros de Angola destinado a los puertos de Cartagena y Veracruz, arribó al puerto de Trujillo de la provincia de Honduras. El capitán del barco hizo trato con los corsarios para venderles los negros, pero cuando atacaron la nave y esta encalló, los negros escaparon a los montes, no sin antes haber conseguido armas. Por orden del rey se recapturaron a los negros esclavos fugitivos y se pusieron en custodia, mientras al capitán se le puso en prisión con una multa de 500 pesos (la documentación consta en el Archivo General de Centroamérica, Guatemala).
Los negros recapturados de «Nuestra Señora de los Remedios y San Lorenzo» se remitieron a San Miguel, fueron 76 esclavos los que se pudieron recuperar, de los que algunos se encontraban enfermos y se dejaron morir, pero los sobrevivientes no fueron devueltos por la necesidad de ellos en la provincia.
La Trinidad de Sonsonate fue uno de los lugares en los que se efectuaban de las transacciones de compra y venta de esclavos, a ella llegaban a abastecerse los traficantes que satisfacían las necesidades de los pueblos y villas del interior de la provincia, comerciantes guatemaltecos y otros provenientes del Perú, quienes también llegaban a adquirir tinta añil. Los traficantes de la provincia de San Salvador, al igual que los de Honduras y Nicaragua, llegaban a Sonsonate en busca de esclavos africanos debido a la creciente demanda en esas zonas, como sucedía con los obrajes añileros.
La composición de las distintas poblaciones de los pueblos fue variando de acuerdo a la zona en donde se ubicaban, así como estaban los exclusivamente indígenas, otros tenían población mulata ya coexistiendo, cuando las normas de exclusividad étnica se distendieron. Así, la población mulata a finales del siglo XVIII se había establecido como el segundo grupo poblacional más notorio después de la indígena. También el proceso de invisibilización de la población afrodescendiente había comenzado con la utilización del término ladino, el cual se utilizaba para clasificar a aquellas personas cuya ascendencia no estaba clara; grupo que se llegaría a convertir en el más importante en el siguiente siglo.
La población mulata logró insertarse en los pueblos en las actividades en las que habían desarrollado más habilidad y trabajado a lo largo de siglos de esclavitud: la agricultura y la ganadería, como peones y mano de obra asalariada en las haciendas, labores o fincas para tareas de cultivos y cacaotales, o en los ingenios y obrajes. También se dedicaron al cultivo del añil y de la caña de azúcar, lo mismo a cultivar algodón y frutas; criaban ganado vacuno tanto para carne como para la producción de leche, con elaboración de quesos. Casaban a sus hijas con agricultores igual que ellos y les daban como dote productos relacionados con la agricultura o ganado. Algunos de ellos fueron exitosos en sus empresas y llegaron a alquilar más tierras para sus cultivos, además de haberse establecido muchas familias en los barrios urbanos de ciudades y pueblos grandes, y adquirido allí casas. Algunos lograron ascender socialmente y llegaron a ejercer cargos públicos de menor rango, incluso a ser propietarios, a su vez, de esclavos. Muchos mulatos se entrenaron en algún oficio, como sastres, zapateros, carniceros, herreros o carpinteros, y algunos llegaron a ser maestros del oficio, estableciéndose como tales.
A finales del siglo XVIII se había iniciado un proceso de ladinización e invisibilización de la población de ascendencia africana. Los curas dejaron de marginar la ascendencia del recién nacido dejando así de clasificarse la población.
Con la Independencia se abolió la esclavitud, según ley promulgada el 24 de abril de 1824 por el Congreso Constituyente en Guatemala. Es famosa la intervención del presbítero José Simeón Cañas en el Congreso federal el último día de 1823, con su conocido discurso abolicionista. Por bando se anunció la temprana extinción de la esclavitud en el istmo centroamericano.
Queda asimismo abolida para siempre la esclavitud y en consecuencia quedan libres todos los esclavos de ambos sexos en el día de la publicación de este bando, debiendo concurrir los dueños a la caja de la ciudad para que sean indemnizados de su importe.
Con la Independencia y después con la Federación se trató de homogenizar a la población de la nueva nación, se dejó de clasificar a las personas al momento de su bautizo y los grupos que componían la sociedad colonial desaparecieron de los documentos. En los siglos XIX y XX los afrodescendientes desaparecieron de la historiografía salvadoreña, en parte por la legitimación de la nueva nación y por la exaltación del mestizo y sus dos raíces: la blanca y la india. A fines del siglo XX se encuentran algunos trabajos de autores que intentaron recatarlos.
Los negros africanos estuvieron presentes desde el momento de la conquista, luego los descendientes durante el periodo colonial se integraron a la sociedad, participaron activamente en las insurgencias de 1811, 1814 y en el proceso independentista, para incorporarse después silenciosamente en la construcción de la sociedad republicana.
[Img: Esclavos negros trabajando en una plantación; fondo fotográfico ASH]
Tierras y haciendas, fundación de San Vicente
LPG julio de 2011 Pedro A. Escalante Arce Academia Salvadoreña de la Historia
Después de vivir esparcidos en rancherías y milpas, los pueblos fueron trazados y se adjudicó a las familias su propio terreno con espacio para los animales domésticos y corrales.
El concepto de cultura y civilización europea estaba unido al de vida urbana, por lo cual pronto surgieron las ciudades de españoles en América, con el otorgamiento de solares a sus moradores, tanto para construir casas de habitación, como tierras para labranza y el mantenimiento de animales domésticos y ganado, en una extensión que variaba según fueran los méritos de los solicitantes y que se medía por peonías y caballerías. Todas las ciudades y villas recibieron sus “propios”, tierras propias de la población, constituidas por el ejido municipal y las dehesas de uso común, en que se podía alquilar parcelas, además de utilizar colectivamente el agua, el pasto, la leña, en una cierta cantidad de leguas medidas a la redonda, desde la plaza central, o desde la cruz atrial de la parroquia, usualmente cuatro leguas en cuadrado.
Con relación a la población indígena, con el sistema de reducción a poblados se logró ubicarlos en sitios urbanizados y se fue encauzando fácilmente su sometimiento a las regulaciones legales. Después de vivir esparcidos en rancherías y milpas, los pueblos fueron trazados y se adjudicó a las familias su propio terreno con espacio para los animales domésticos y corrales. Luego, se designó el espacio ejidal, de variadas dimensiones, para uso común de los pobladores, además de una porción de tierras baldías y se formalizaron las tierras comunales propias de los grupos étnicos, donde podían tener parcelas las familias del pueblo. Esta adjudicación de tierras comunes frecuentemente se hizo también sobre espacios tradicionalmente propiedad de los grupos indígenas. Este abandono de las seculares rancherías y milpas causó en los pueblos trasladados auténticos traumas emotivos y culturales, y sirvió para afianzar aún más el sometimiento a una nueva situación política, administrativa, económica y religiosa.
Pero fuera de las tierras indígenas y los solares urbanos, originalmente de peninsulares, la tierra pasó a ser realenga, con un derecho eminente del rey sobre ella, y sobre esta se impuso, por merced real, el sistema privado de la propiedad agrícola. Muchos encomenderos aparecieron ilegalmente con terrenos cercanos a los pueblos repartidos.
La manera legal de adquirir las tierras fue a través de mercedes reales que se ventilaban ante la Real Audiencia, usualmente con un número de caballerías solicitadas para estancias de ganado o determinadas producciones, incluso para molinos, obrajes, ingenios y otros. La caballería fue una medida que llegó a aplicarse para todos los solicitantes y ya no con base en categoría social como sucedió al principio en las ciudades, y equivalía, grosso modo, a unas 42 hectáreas en paralelogramo, alrededor de 60 manzanas, pero esto con sus variantes. Un expediente de merced de tierras se iniciaba ante las autoridades locales, como alcaldes ordinarios y alcaldes mayores, con citación de testigos in situ conocedores de la situación del inmueble, incluso indígenas colindantes. En un principio, se procuró no otorgar grandes extensiones de terreno, pero se dio la concentración de ellas con apropiaciones indebidas, para lo que fue necesario instituir el sistema de composición.
La composición de tierras tuvo su origen en la voluntad de la Corona de poner orden en las tierras realengas usurpadas (1591), pero tuvo que ceder ante la realidad de la ocupación ilegal de miles de caballerías, por un lado, y las necesidades de ingresos de dinero al real fisco, por otro. Esto motivó un procedimiento jurídico por medio del cual se legalizaba la posesión indebida de tierras con el pago de una suma de dinero al tesoro real, lo que se volvió en la manera común de hacer acopio de tierras. Con esto surgió, en el futuro, la gran propiedad agraria con la libre compraventa, porque los títulos de confirmación por composición otorgaron plena propiedad.
En las provincias hispano-salvadoreñas, aparecieron haciendas y tierras privadas, no solo en grandes extensiones, sino en pequeños fundos y fincas, en manos muchas veces de mestizos y mulatos, como comprueba la documentación existente. Las relaciones geográficas de las visitas de autoridades religiosas e informes civiles dan cuenta de múltiples haciendas, autosuficientes, con ganado mayor, caballos, crianza de mulas, milpas, siembras de xiquilite y obrajes, además de las importantes extensiones con caña de azúcar, que tuvieron en el valle del río Jiboa, en los alrededores del volcán entonces llamado “de Zacatecoluca”, una de sus más conocidas áreas productivas, con múltiples trapiches accionados por bueyes. El cultivo de la caña de azúcar ya aparece mencionado en 1532, cerca de San Juan Cojutepeque.
En estas proximidades del volcán se fundó la cuarta ciudad española de San Salvador, con el nombre de San Vicente de Austria, al que luego se agregó “y Lorenzana”. El número considerable de haciendas, muchas añileras, así como una numerosa población ladina juntamente con familias criollas, motivó la orden de levantarla con categoría de pueblo y luego como villa, a orillas del río Acahuapa, donde se conservó la tradición de cincuenta familias reunidas bajo un árbol de tempisque, seguramente, para los actos religiosos y legales de fundación en el día de Navidad de 1635 (Lardé y Larín). Había urgencia de poner orden en las cercanías de los pueblos de Santiago Apastepeque, Concepción Tecoluca, Santa Lucía Zacatecoluca, San Cristóbal Ixtepeque y otros, donde la cohabitación étnica estaba causando daño a los pueblos indígenas, en particular, la apreciable concentración de mulatos y africanos.
Se afirma que, para la nueva población, se compraron tres caballerías de tierra por ser tierras realengas. El primer cabildo de criollos autorizado acordó hacer una donación de 1,600 pesos a la Corona y nombraron al rey Felipe IV como alcalde honorario. En 1658, fue elevado al rango de villa, con límites de jurisdicción comprendidos entre los ríos Jiboa y Lempa. El trazado de la villa fue el tradicional del urbanismo español en América y se le dotó de una de las mejores iglesias de las provincias salvadoreñas. Más tarde, se construiría la afamada iglesia de la Virgen del Pilar y a principios del siglo XIX fue abierto el convento franciscano.
[Img: Valle y volcán de San Vicente; fondo fotográfico ASH]
El golfo de Fonseca y la conexión interoceánica en el siglo XVI
LPG julio de 2011 Pedro A. Escalante Arce Academia Salvadoreña de la Historia
Desde su descubrimiento en 1522, por Andrés Niño, el golfo no ha dejado de cautivar por su espectacular escenografía marítima; una gran bahía privilegiada, amplia y deslumbrante, de tanta historia y posibilidades de desarrollo.
Ya Gil González Dávila, en carta a Carlos V, de 6 de marzo de 1524, desde Santo Domingo, aludía a él. Y Pedrarias Dávila, el extraordinario y violento gobernador de Panamá, y luego de Nicaragua, buscaría las oportunidades para incluirlo en su jurisdicción, la última vez con la guerra de Nequepio, con la invasión a San Salvador en diciembre de 1530. Además, desde Nicaragua habían partido las primeras incursiones hacia las islas del golfo, alrededor de 1526, al mando de Hernando de Soto, para someter a las poblaciones insulares que se encontraban en particular en las islas ya llamadas “de la Petronila”, que eran básicamente Conchagua (hoy Conchagüita) y Meanguera, la Petronila original de Andrés Niño.El Fonseca parecía ir en camino de depender de León de Nicaragua, cuando en 1533 Pedro de Alvarado lo escogió para reconcentrar su armada para la expedición al Perú. Alvarado juntó sus barcos frente a la ensenada del embarcadero de Amapala, hoy Pueblo Viejo, en La Unión (donde se le hundieron dos), lo que le dio el espaldarazo de la historia a este enclave que sirvió de puerto hasta el siglo XVIII, cuando se extinguió y el nombre Amapala le fue impuesto al nuevo puerto franco que Honduras construyó en la isla del Tigre, a mediados del siglo XIX. Pero ese nombre Amapala era el de varios accidentes geográficos del golfo, además del pequeño puerto, y así el volcán de Conchagua era el volcán de Amapala, la punta Chiquirín era la punta Amapala, y la misma isla Conchagua era la original isla Amapala. El golfo se convirtió en la ruta más expedita y fácil para navegar desde la jurisdicción guatemalteca de la Alcaldía Mayor de San Salvador y San Miguel, hacia Nicaragua, por pequeñas embarcaciones que salían de Amapala hacia el Estero Real nicaragüense. Con el viaje por el golfo, en junio de 1586, del cronista Antonio de Ciudad Real, acompañado del provincial franciscano de Nueva España, fray Francisco Ponce de León, las islas vieron sus nombres nahuas alterados al náhuatl mexicano. (“Relación breve y verdadera”, Ciudad Real).
Desde muy pronto, surgió el interés de trazar una comunicación entre los océanos por el golfo de Fonseca, con una ruta que lo comunicara con Puerto Caballos, en la costa norte hondureña. La propuesta vino insistente de los gobernadores de Honduras y siguió con la Real Audiencia. La relativa corta distancia entre el golfo y la gran ensenada de Puerto Caballos era un atractivo para esos días, con mejor clima y facilidades en comparación con las selvas y pantanos del estrecho de Panamá, mucho más corto, pero peligroso. Al haberse instituido el comercio atlántico a través de flotas protegidas por barcos artillados, con terminales definidas en el nuevo mundo, la Corona decidió estudiar in situ la petición del Reino, y así, a principios de 1590, fue recibido por el cabildo de San Miguel en el puerto de Amapala —Pueblo Viejo– el más célebre de los ingenieros militares españoles de esos años, Juan Bautista Antonelli; quien, procedente de La Habana, Veracruz y la Ciudad de México, llegó juntamente con Pedro Ochoa de Leguizamo, Diego López de Quintanilla y Francisco Valverde de Mercado.
Durante los próximos meses, se dedicaron a reconocer el golfo, medir sus profundidades y recorrer el trayecto terrestre por Comayagua y San Pedro Sula hasta puerto Caballos. Se definió como el único sitio adecuado para entrar los barcos de mayor calado al Fonseca, el llamado canal profundo que pasa entre las islas Conchagua (Conchagüita) y Meanguera, y luego entre la isla de Venados (Mazatépetl hoy Zacatillo) y la punta Amapala (hoy punta Chiquirín), para pasar frente a Amapala (Pueblo Viejo) y el embarcadero de La Concepción, hoy aproximadamente el sitio del moderno San Carlos de La Unión. El canal profundo llegaba hasta la entrada del estero La Manzanilla, en la actual bahía de La Unión. Antonelli planificó dos baluartes, o fuertes, uno en la isla Zacatillo y el otro en Chiquirín, para defender Amapala y el nuevo puerto que se recomendaba construir arriba de La Manzanilla, con el nombre de puerto de Fonseca, así como que el golfo fuera cuidado permanentemente por dos galeras armadas.
El camino entre este nuevo puerto de Fonseca hasta puerto Caballos fue motivo de inspección y evaluación, por los ríos, quebradas y alturas del camino, al cual le calculó Antonelli unas 60 leguas. Asimismo, se estudió el poblamiento del trayecto, el asentar negros africanos y familias españolas. Pero todo resultó demasiado costoso para la Corona, con gastos excesivos que detuvieron el proyecto Fonseca-puerto Caballos. El objetivo principal era convertir a Caballos en la terminal de la flota de verano, la de Tierra Firme, con destino principal en Cartagena de Indias y luego en Nombre de Dios, en Panamá. Y que el golfo de Fonseca, a su vez, fuera la terminal de los barcos peruanos que transportaban los cargamentos de plata desde El Callao, los cuales se trasladarían a lomo de mula hacia el Atlántico. Esto le habría dado al golfo una importancia inusitada, pero no se pudo por lo caro de adecuar la ruta, de organizarla y cuidarla, incluso instalar grandes criaderos de mulas.
El valioso informe de Antonelli sobre el golfo de Fonseca fue fechado en La Habana, el 7 de octubre de 1590. Es el más completo de los que remitieron los demás miembros de la comisión (Archivo General de Indias, Sevilla). La Corona, ante las dificultades que expusieron los expertos, decidió confirmar la ruta del istmo panameño como la permanente por conocida y más corta y trasladó la terminal de Nombre de Dios a Portobelo, cuyas defensas diseñó también Antonelli, para protegerlo de asaltos a los embarques argentíferos.
[Img: Antiguo mapa mostrando el Golfo de Amapala, ahora Golfo de Fonseca, La Unión; fondo fotográfico ASH]
Clero diocesano y órdenes religiosas
LPG junio de 2011 Pedro A. Escalante Arce Academia Salvadoreña de la Historia
España y sus provincias y reinos americanos fueron por siglos un Estado confesional, una monarquía plenamente identificada con la Iglesia católica romana, fuente de unidad e identidad y con un auténtico rostro imperial de grandeza, con obsesiva observancia de una liturgia emotiva y trascendente. España incluyó a los indígenas a su propio mundo, pero esa inclusión fue también origen de una herencia de sometimiento, de reiterado vasallaje, de destrucción de culturas milenarias, del abandono del panteón precolombino y del trastorno de un destino aborigen, que se vio de pronto inmerso en una sociedad estamental que les situaba en la base de la pirámide de una sociedad históricamente todavía imbuida de pensamiento medieval y basamento feudal. Para esta gigantesca labor de obligada cristianización en América, la Corona de Castilla recibió los privilegios del Real Patronato y el Real Vicariato sobre la Iglesia americana, la cual, con plena obediencia a Roma, en la práctica vino a ser una singular Iglesia nacional con autonomía, que es la que rigió en estas tierras y subsumió en ella la vida diaria y el común actuar social.
Por el Real Patronato de la Iglesia en las Indias americanas la Corona fue erigiendo obispados y estableciendo jurisdicciones eclesiásticas. En el istmo centroamericano el primer obispado lo fue en Santa María la Antigua del Darién (1513-1514, Bética Áurea), luego trasladado a la Ciudad de Panamá. Después se erigió el de León de Nicaragua (1527-1532) y a los pocos años el de Guatemala (1534-1537), en el cual quedaron incorporadas las provincias salvadoreñas, hasta que siglos después, por la bula “Universalis Ecclesiae Procuratio”, de 28 de septiembre de 1842, el papa Gregorio XVI creó el obispado de San Salvador. El primer obispo guatemalteco -y salvadoreño-, Francisco Marroquín, fue consagrado en la Ciudad de México por el obispo Juan de Zumárraga, en abril de 1537, y fue en los tiempos alvaradianos el verdadero hombre de Estado, la cabeza política y el organizador de las provincias, aun después de establecida la Real Audiencia. Marroquín fue el impulsor de la reducción de indígenas a pueblos urbanizados, con sus propias autoridades, con el traslado al nuevo emplazamiento y el abandono de los sitios originales; pueblos a los que se les dio su propia advocación religiosa con el nombre del santoral, así como de manifestación mariana o cristológica, antes del nombre autóctono. En algunos casos la advocación predominaría sobre el cristiano, como sucedió con Santa Ana Cihuateocan, donde sólo perduró el de Santa Ana. Los pueblos principales, además de las ciudades, recibieron sus párrocos, otros los compartirían varios, pero todos con sus iglesias, algunas de las cuales magníficas construcciones salvadoreñas que todavía perduran, que son sólo un pequeño capítulo de las maravillas del arte sacro hispanoamericano, con variadas manifestaciones de la mejor imaginería en madera y detalles decorativos.
A la par del clero diocesano, la gran labor evangelizadora fue afrontada por las órdenes religiosas, que llegaron a sobresalir por su poderío y autoridad, además de ser de entre ellas de donde brotaron algunos de los máximos cronistas coloniales, así como extraordinarios estudiosos de las culturas aborígenes y lingüistas. La orden de Santo Domingo tuvo convento en San Salvador desde 1551 y en La Trinidad de Sonsonate fue establecido en 1570, primero en el barrio del Santo Ángel, luego trasladado al centro de la villa. También los dominicos tuvieron en Sonsonate el único beaterio para religiosas de existió en el actual El Salvador (1604), pero fue de corta vida. La orden de Nuestra Señora de la Merced estuvo en La Trinidad desde 1599 y en San Salvador fue establecido el convento en 1594 (Biblioteca Mercedaria, Roma), pero inaugurado hasta en 1623 (Vázquez), y luego abrieron otro en San Miguel, que cerró a finales del siglo XVIII. La Orden de San Juan de Dios solamente tuvo presencia en Sonsonate, con el hospital de Nuestra Señora de la O, del que se hicieron cargo en 1642. Los franciscanos inauguraron conventos en 1574, en La Trinidad de Sonsonate, San Salvador y San Miguel (de acuerdo con fray Francisco Vázquez, y según Lardé y Larín los dos últimos en 1575). Además tuvieron su convento de Santa María de las Nieves a orillas del golfo de Fonseca, en la Amapala histórica, hoy Pueblo Viejo, establecido en 1593, y a finales del siglo XVIII pusieron casa de religiosos en San Vicente de Austria. También tuvieron uno brevemente en el pueblo de San Esteban Texistepeque, por algunos años a principios del siglo XVII, después doctrina. Los frailes realizaron una extensa labor proselitista, así como fueron decisivos en el surgimiento de la piedad popular, manifestada en una cultura de liturgia mestiza de cautivante sincretismo religioso.
Las órdenes atendieron por casi doscientos años muchos pueblos indígenas con el carácter de doctrinas. Por ejemplo, los dominicos de Sonsonate tenían las doctrinas de San Francisco Tacuzcalco, Santo Domingo Huitzapan (Santo Domingo de Guzmán) y San Juan Bautista Nahuizalco. Los dominicos de San Salvador, además de varios pueblos, como San Nicolás Tonacatepeque y San Jacinto, tenían el de Santos Inocentes Cuzcatlán. Los franciscanos sonsonatecos administraban el barrio de Santa Isabel Mexicanos, San Andrés Apaneca, Santa Lucía Juayúa y San Miguel Quetzalcoatitán. Los franciscanos de San Salvador eran doctrineros en Santo Tomás y Santiago Texacuangos y en San Marcos Cutacúzcat; los franciscanos migueleños tenían la doctrina en San Felipe Jocoro, San Cristóbal Jucuarán, San Gaspar Yucuaiquín, San Gaspar Comacarán, San Benito Ereguayquín y otros. Al convento de Amapala (La Unión) se le dieron los pueblos insulares de Santa Ana de la Teca y Santiago de Conchagua, así como Santa María Magdalena de Meanguera, y los de Concepción Intipucá, San Juan Yayantique y Santa María Magdalena de Monleo. Pero es un cuadro muy variable en los dos siglos que funcionaron los doctrineros; a mediados del siglo XVIII comenzó la supresión de las doctrinas hasta que tomó la completa administración religiosa el clero diocesano, a través de párrocos y vicarios.
[Img: Fachada de la Iglesia de Conchagua, La Unión; fondo fotográfico ASH]
Poetas cervantinos en Sonsonate
LPG junio de 2011 Pedro A. Escalante Arce Academia Salvadoreña de la Historia
Miguel de Cervantes Saavedra publicó su primera novela pastoril en 1584, “La Galatea”, y en el Canto de Calíope, la musa cuenta de los ingenios de las letras que viven en los reinos españoles, dignos de sepultura a orillas del río Tajo.En octavas reales, Cervantes menciona cien nombres, de los cuales dieciséis han partido a América; son nombres privilegiados, algunos en esos días ya con fama de altos vuelos, como el joven Félix Lope de Vega, y también Alonso de Ercilla, otros menos y otros verdaderos ilustres anónimos para los siglos venideros. En México, entre varios está Francisco de Terrazas; el Perú tiene la mayoría, entre ellos Pedro Montes de Oca; y en Guatemala se encuentran Baltazar de Orena y Juan de Mestanza Ribera. De todos ellos, solamente dos poetas de las Indias españolas volverán a ser nombrados por Cervantes, Juan de Mestanza y Pedro Montes de Oca, sus nombres estarán en los tercetos del “Viaje del Parnaso”, publicado en 1614.
En “La Galatea” de 1584 Cervantes apuntaba “Y tú, que al patrio Betis has tenido/lleno de envidia, y con razón quejoso/……/…Juan de Mestanza, generoso/”.
Mestanza nació en Agudo, La Mancha, hacia 1534, y alrededor de 1555 llegó con un pariente a Panamá, rumbo a Perú, sin embargo permaneció en el istmo panameño como empleado de la real hacienda en el puerto de Nombre de Dios. Luego aparece su nombre como funcionario en Mérida de Yucatán, con el cargo de teniente de gobernador y capitán general -una verdadera interrogante en su vida-, y se le encontrará en Santiago de Guatemalaalrededor de 1568, donde se casa con Beatriz de Vera, hija del presidente de la Real Audiencia, Alonso López de Cerrato, y toman ambos vecindario en San Salvador, donde Mestanza en 1574 era alcalde ordinario. Beatriz de Vera fue dueña de las haciendas La Goleta y La Bermuda, donde, en esta última, habían quedado los frescos vestigios de Ciudad Vieja. Además, como poseedora de encomiendas, Beatriz recibía la mitad de los tributos de San Pablo Tacachico y de San Silvestre Guaymoco (hoy Armenia). Después se trasladó Mestanza a Guatemala y comenzó con las comisiones judiciales por sus conocimientos de Derecho, hasta que fue enviado a La Trinidad a enjuiciar al alcalde mayor Diego de Torres en 1583, y allí permaneció después como alcalde mayor nombrado por la Real Audiencia alrededor de 1586, puesto en el que estará hasta la primera mitad de 1589. Fueron varios años de justicia mayor, con muchas actuaciones y una marcada tendencia hacia la protección de los naturales, tal y como lo había sido su suegro, el probo y austero presidente López de Cerrato, a quien se le ha comparado con un Bartolomé de las Casas, por su decidida actuación a favor de los indígenas. En tiempos de Mestanza fue el paso del corsario Thomas Cavendish en 1579, con la conmoción ocurrida en la villa y puerto. Ya viudo desde hacía varios años, en Santiago de Guatemala se le encuentra todavía en 1605, año de su última referencia en el Reino en documentos y diligencias (aparecerán un par de homónimos en la provincia de Costa Rica y en Perú, pero no constan documentalmente hijos de Mestanza con Beatriz de Vera).
Mestanza volvió, ya muy mayor, a la Península, y Cervantes se alegra de su vuelta en el “Viaje del Parnaso” (1614), y se asombra de su edad: “Llegó Juan de Mestanza, cifra y suma/ de tanta erudición, donaire y gala/que no hay muerte ni edad que lo consuma/Apolo le arrancó de Guatemala/y le trajo en su ayuda para ofensa/de la canalla, en todo extremo mala”.
Bien es sabida la aversión de Cervantes a Las Indias españolas, donde quiso venir como funcionario pero el Real y Supremo Consejo de Indias no accedió a su pedido, así es que prefiere que Mestanza haya vuelto y que ya no esté en América el viejo acalde mayor de Sonsonate.
Entre la numerosa documentación donde constan las actuaciones de Mestanza, están los antiguos títulos de las haciendas sonsonatecas de Las Lajas y San Antonio Los Lagartos, y en esos antiguos infolios, y con fecha 1608, en una medición de tierras en Los Lagartos, se menciona esas tierras como “sitio de estancia de ganado que fueron del bachiller Mestanza de Ribera”. Y también, en un papel de 1589, inserto en el legajo, aparece un obraje de añil que él tuvo en el sitio del Chupadero, que se dijo había sido poblado por Mestanza, por 1580. Es uno de los más antiguos obrajes añileros que constan en un documento del siglo XVI salvadoreño.
Varios poemas se le han erráticamente atribuido, y con autenticidad de su autoría sólo parece conservarse el que consta en el manuscrito inédito de la Biblioteca Nacional de Madrid llamado “Navegaciones del alma, por el discurso de todas las edades del hombre”, una recopilación manuscrita de Eugenio de Salazar, quien fuera el fiscal antecesor de Mestanza en la Real Audiencia de Guatemala.
Pero no sólo Mestanza fue el poeta cervantino de Sonsonate, también pasó otro fugazmente por ahí. En 1596, Diego Mexía, mencionado por Cervantes en “La Galatea”, venía del Perú y su barco destrozado por tormentas terminó vida útil en Acajutla, por lo cual Mexía tuvo que permanecer en La Trinidad y seguir su camino por tierra hasta la Ciudad de México, largo y cansado trayecto que ocupó para traducir al castellano “Las epístolas heroicas” del poeta latino Ovidio, que tradujo y se publicó con el nombre de “Las Heroídas”. La traducción de Mexía está considerada como la mejor que se ha hecho del latín de esta obra de Ovidio, y es la comentada en la actualidad comúnmente por los estudiosos (Mexía también escribió “El Parnaso antártico de divinos poemas”, en Lima) Y ese libro de Ovidio, “Las epístolas heroicas”, Diego Mexía mismo dice en su introducción que lo compró a un estudiante en Sonsonate.
[Img: Miguel de Cervantes Saavedra - Vallisoletvm; fondo fotográfico ASH]
Corsarios ingleses en las costas salvadoreñas
LPG mayo de 2011 Pedro A. Escalante Arce Academia Salvadoreña de la Historia
Los depredadores de los mares y costas del océano Atlántico ya estaban poniendo zozobra en las tierras americanas de España desde hacía varios años. El Caribe era pasto abonado de los piratas libres y de quienes realizaban su tarea con patente de gobiernos enemigos, los corsarios. La llegada de la piratería a Centro América fue en 1545, con franceses en la costa norte que en 1558 saquearon el puerto de Trujillo. Los franceses favorecieron el nombre “bucaneros”, lo de “filibusteros” fue sobre todo para piratas ingleses y holandeses, con refugios favorecidos en las islas antillanas. En el Mar del Sur, el primer pirata fue el inglés John Oxenham, quien en 1575 con su gente atravesó el istmo de Panamá y se dedicó a asaltar barcos de la ruta peruana. Pero el temor más grande lo puso a los pocos años el célebre Francis Drake.
En el mundo de la piratería, ningún nombre tan altisonante y evocativo como el del célebre y mitificado Francis Drake, un gentilhombre británico delincuente que a principios de 1578 estaba saliendo del estrecho de Magallanes, con su único barco, el “Golden Hind”, para terror de las Indias españolas del Pacífico, porque ya en el Atlántico su nombre era más que conocido, con los desmanes en Veracruz y en el istmo panameño y las amenazas a Cartagena de Indias. Drake subió desde Chile con sus correrías y abordajes y a finales de marzo de 1579 estaba en el golfo de Fonseca, cerca del actual puerto de La Unión, según los datos de la carta de fray Juan de Frías, del convento franciscano de San Miguel, al alcalde mayor de San Salvador, Diego Galán (19 de abril). Solamente fueron unos pocos días en el golfo y salió Drake con su “Golden Hind” y un barco tomado frente a Costa Rica hacia el norte, para apresar en las cercanías de Acajutla la nave del comerciante Francisco de Zárate. Luego se dirigió hacia Huatulco, en Oaxaca, puerto que incendió, y subió hasta la Alta California y probablemente al actual Estado de Oregón. Desde ahí tomaría rumbo a las Molucas, atravesando el océano Pacífico, y le daría la vuelta al mundo, el segundo en efectuarlo después del viaje de Magallanes-Elcano. Drake regresó a Plymouth en septiembre de 1580. Una extraordinaria saga.
Lo interesante del viaje de Drake para la historia centroamericana, y en particular las costas del actual El Salvador, fue el espanto que ocasionó su llegada por el mar. Nunca desembarcó, por lo menos no consta documentalmente haberlo hecho con aspavientos de guerra en algún lugar, aunque es posible que hiciera alguno discreto en el golfo, pero el terror que cundió por el Reino de Guatemala fue de antología. La Trinidad de Sonsonate vio la más grande concentración de tropas hasta entonces levantadas en las provincias, dirigidas en parte por los reticentes encomenderos atemorizados, y en Acajutla se armaron pequeños barcos para ir tras él. Pero todos los trabajos de defensa fueron en vano, Drake jamás intentó desembarcar en el litoral sonsonateco y los afanes y preparativos se vieron frustrados, lo mismo que la frustración para todos quienes se vieron envueltos en este capítulo casi novelesco del siglo XVI salvadoreño. En el Archivo General de Indias existe el voluminoso e intenso Legajo Drake, con una singular y abundante riqueza de datos e informes.
A los años, en junio de 1587, los vigías de la costa informaron sobre barcos extraños en el Mar del Sur, que también entraron al golfo de Fonseca, según consta en la crónica del holandés Joannes de Laet, “Novus Orbis”, pues allí el piloto menciona haber observado el embarcadero de Amapala (el antiguo Amapala al sur de La Unión, hoy Pueblo Viejo). Pero esta vez se trataba del otro gran corsario inglés, Thomas Cavendish, que todos entonces creyeron que era Drake que regresaba (un error que inexplicablemente se fue repitiendo por siglos). Cavendish venía con sus barcos “Desire”, “Content” y “George”, también poniendo miedo y provocando rogativas al Cielo porque se creía asimismo que pretendía desembarcar en algún lugar, lo que sí probablemente ocurrió, tal vez en Tonalá, como es la tradición (actual Mizata), para abastecerse de agua y víveres, porque del viaje de Cavendish surgió la leyenda de haber vivido un hijo de Francis Drake en La Trinidad de Sonsonate (porque creían que se trataba de él).
De nuevo hubo alarma en el Reino y en julio y agosto se concentraron tropas en Sonsonate y Acajutla. El alcalde mayor de San Salvador, Lucas Pinto, llegó con su sobrino Baltazar Pinto de Amberes, acompañados de peninsulares, criollos, mulatos y negros, llevados de las haciendas del valle de Jiboa, y de las cercanías de los pueblos de Zacatecoluca, Tecoluca y Apastepeque. Asimismo arribaron hombres desde Santiago de Guatemala e indígenas flecheros. Otra vez lo mismo que cuando Drake, el temido desembarco nunca ocurrió. Cavendish fue el tercero en darle la vuelta al mundo, después del viaje de circunnavegación de Drake. Regresó a Plymouth a principios de septiembre de 1588. Cuando estaba frente al litoral sonsonateco sólo tenía 27 años. También como Drake, dejó Cavendish un considerable aporte a la cartografía del momento, con anotaciones producto de sus observaciones y experiencias, además de haber sido ambos extraordinarios navegantes que alimentaron el imaginario heroico inglés de sus grandes marinos. La presencia de estos dos corsarios, los dos más famosos del siglo XVI en el Pacífico, causaron temores permanentes, y cualquier nave desconocida imponía el nerviosismo de la piratería, que ya no iba a ceder hasta pasados muchos años, con su auge en el siglo XVII.
En La Trinidad de Sonsonate, de gran nombradía por su cacao, fue donde se padecieron las mayores aflicciones por las esperadas invasiones que nunca ocurrieron. Cuando Cavendish navegaba por el Mar del Sur era alcalde mayor de Sonsonate un hombre fuera de serie, un poeta amigo de Miguel de Cervantes: Juan de Mestanza Ribera.
[Img: Grabado de Sir Francis Drake; fondo fotográfico ASH]
San Salvador, ciudad y alcaldía mayor
LPG mayo de 2011 Pedro A. Escalante Arce Academia Salvadoreña de la Historia
La villa se trasladó formalmente de Ciudad Vieja al valle de Zalcoatitlán a mediados de 1545, pero es posible que algunos pobladores ya estuvieran viviendo a orillas del río Acelhuate, en la parte de los actuales barrios de Candelaria y de La Vega. Existe la tradición secular urbana de que San Salvador “nació” en la cuesta del Palo Verde, lo cual no está lejano de la realidad histórica, porque por ahí se levantaron las primeras casas y edificios. Es probable que haya habido un traslado de indígenas de las cercanías de Ciudad Vieja, desde los parajes de lo que más adelante será la hacienda La Bermuda, a lugares de asentamiento a poca distancia del nuevo San Salvador, porque aparecerá la villa con un rosario de pueblos alrededor del núcleo urbanizado, o no lejos de él, o los ya existentes vieron aumentar sus habitantes: San Jacinto, San Marcos Cutacúzcat, San Antonio Soyapango, San Antonio Cuzcatancingo, San Sebastián Ayutuxtepeque, Asunción Paleca, San Miguel Huizúcar, Santiago Aculhuaca, y otros, como Santos Inocentes Cuzcatlán. Además el nuevo pueblo de auxiliares tlaxcaltecas y mexicas, el barrio de los Mexicanos, se convirtió en el más importante conglomerado mexicano en el lstmo después del de Santiago de Guatemala. Asimismo Paleca y Aculhuaca fueron lugares de indígenas auxiliares. Después aparecerá el pueblo de San Sebastián Texincal, con un grupo de esclavos indígenas liberados a mitad del siglo XVI.
Con el permiso de traslado por la Real Audiencia comenzó el trazado a regla y cordel según el urbanismo español americano, a partir de la plaza de Armas, sitio de mercado (hoy plaza Libertad), con la cuadrícula más o menos uniforme que se observa en el núcleo histórico original de San Salvador, donde se diseñó otra plaza, la de Santo Domingo, a manera de gran atrio de la iglesia y convento de los dominicos, actualmente la plaza Gerardo Barrios. La orden de Santo Domingo fue la primera en abrir convento a orillas del río Acelhuate (1551), del que utilizaron un ramal, en las cercanías de la después iglesia de Candelaria. Lugar donde es posible que también haya estado el primer hospital, el de Santa Bárbara, por lo de la necesidad del agua, hospital que sufrió los terremotos de 1575 -que describió el oidor Diego García de Palacio en su famosa carta al rey Felipe II, de marzo de 1576-, y luego probablemente lo destruyó el de 1594. Después se organizó el hospital en las cercanías de la plaza de Santo Domingo. Igualmente el convento dominico se trasladó por 1556 a solares que le donó el peninsular Nicolás López de Yrarraga, para levantar la gran casa de frailes que existió en ese lugar hasta 1873.
La orden franciscana tuvo convento en el sitio donde estuvo el antiguo Cuartel de Artillería, hoy Mercado de Artesanías. También duró la edificación hasta 1873 y la iglesia tenía una pequeña plaza enfrente. La orden de Nuestra Señora de la Merced levantó iglesia y convento en el mismo lugar de la presente iglesia. Asimismo se edificaron las ermitas de la Presentación (después iglesia de San José), que albergó la imagen de la Virgen Conquistadora, así como las del Calvario, Santa Lucía, Concepción y San Esteban. La iglesia parroquial estaba en el lugar de la hoy iglesia del Rosario, un lugar del más alto significado histórico y religioso, que en tiempos modernos ha sido irrespetado por la ignorancia. Y allí también estará la primera catedral, desde 1842 hasta el terremoto de 1873, cuando se trasladó frente a la plaza de Santo Domingo, destruido el convento. La plaza de Armas era el corazón urbano de la ciudad, con su gran fuente en medio.
El templo parroquial del nuevo emplazamiento fue dedicado al Salvador del Mundo (los cronistas Vázquez y Juarros así lo mencionan), y ya no a la Trinidad, como en Ciudad Vieja, por el mismo nombre de la villa, además de que el día de la Transfiguración, 6 de agosto, se volvió importante en el calendario litúrgico y cívico. En la víspera y día, se realizaba el paseo del pendón real en San Salvador, con acompañamiento de los tlaxcaltecas del barrio de Mexicanos, que guardaban la espada de Pedro de Alvarado en su iglesia. El cronista Vázquez apuntó lo de una batalla de la Transfiguración en 1526, pero es el único que lo dice y no consta documentalmente este suceso, pues tendría que haber sido testigo presencial Bernal Díaz del Castillo, quien acompañaba a Pedro de Alvarado exactamente en esos días en el viaje desde la Choluteca hacia Guatemala y tampoco la menciona, solamente una refriega al atravesar el río Lempa. Tal vez algo distinto hubo el 6 de agosto, y bien podría haberse tratado de ese día de la inauguración formal, bendición e inicio del trazado de la nueva villa, como sucedió en Santiago de Guatemala con el día de Santa Cecilia, el 22 de noviembre, cuando se tenía el paseo del pendón real, y así lo mismo pudo haber sucedido en San Salvador.
San Salvador recibió su título de ciudad por real provisión de 27 de septiembre de 1546, firmada por el príncipe Felipe en nombre de su padre el emperador Carlos V. El documento original se perdió con los terremotos e incendios de San Salvador y se guardaba en los archivos del ayuntamiento; sólo existe actualmente copia en Sevilla, en el Archivo General de Indias. En 1577 se convirtió la ciudad en sede de Alcaldía Mayor, con el territorio de toda la provincia de San Salvador, incluyendo San Miguel y su demarcación, nombrada también como provincia de San Miguel, con los alcaldes mayores iniciales nombrados por la Real Audiencia en Guatemala, además de siempre contarse con alcaldes ordinarios y cabildo. El primero de los alcaldes mayores fue Diego Galán, luego Juan Cisneros de Reynosa y Alonso de Nava, que marcaron el comienzo hasta que San Salvador se convirtió en Intendencia en septiembre de 1785.
[Img: Grabado de iglesia de Santo Tomas Texacuango; fondo fotográfico ASH]
Fundación de Sonsonate
LPG 2 de abril de 2011 Pedro A. Escalante Arce Academia Salvadoreña de la Historia
En 1553, surgió la villa de La Trinidad, asentada a orillas del río Cenzúnat, Cenzónatl, o Sensunapan, nombre indígena que llegaría a sustituir al original español, con el nombre de bautizo aumentado más adelante a “Santísima Trinidad”. Una villa establecida para mercaderes, dedicada a ser emporio de comercio con su puerto anexo, Acajutla, los cuales incluso llegarían a confundirse, porque en muchas cartas geográficas Sonsonate aparecerá como puerto. La Trinidad brotó de su matriz izalqueña, como villa de españoles comerciantes en cacao.
En 1553, probablemente un 28 de mayo, se fundó la villa de La Trinidad por el oidor Pedro Ramírez de Quiñónez y el obispo Francisco Marroquín, quien estaba de visita en los Izalcos. Era presidente de la Real Audiencia el austero Alonso López de Cerrato y se ordenó levantar esta villa para reconcentrar a los tratantes de cacao que estaban ilegalmente residiendo en los pueblos de los Izalcos, con el consiguiente malestar para la población indígena, que ya de por si debía pagar tributo a sus encomenderos, entre ellos al poderoso Diego de Guzmán, quien fue un promotor de la nueva fundación y se encontraba presente ese día de mayo de 1553. También estaban en la consagración civil y religiosa de la villa los curas de Asunción Izalco (Tecpan Izalco), Carlos de Villalta, así como el de Santiago Nahulingo, Martín Díaz, el de San Francisco Tacuzcalco, Juan Bautista Villa, y el de Acajutla, Pedro de Miranda.
Igualmente, se encontraba presente Juan Vázquez de Coronado, que hacía poco había dirigido al grupo armado que aplacó un levantamiento indígena en las cercanías. También en la ceremonia figuraba el alcalde mayor de Acajutla, Francisco del Valle Marroquín. La Trinidad fue la villa de mercaderes por excelencia, contiguo al puerto de Acajutla, unida con Santiago de Guatemala por un importante y concurrido camino real de unas cuarenta y cinco leguas, que subía por San Juan Bautista Nahuizalco, San Miguel Salcoatitán y Santa Lucía Juayúa, al altiplano de San Andrés Apaneca y Concepción Ataco, para bajar luego a Asunción Ahuachapán y enfilar hacia las tierras altas guatemaltecas.
La Trinidad tuvo un antecesora, la villa del Espíritu Santo, sin formalidades de fundación, que surgió de un grupo de mercaderes asentados a orillas del río, dirigidos por Antonio Rodríguez, que hicieron comunidad en 1552 y enviaron a Cristóbal de Zuleta a pedir autorización a la Real Audiencia. Pero la autoridad en Santiago de Guatemala decidió hacer fundación formal y así fue comisionado el alcalde mayor de Acajutla, Francisco del Valle Marroquín, para literalmente expulsar a todos los peninsulares de los asentamientos indígenas izalqueños, causa de tantos conflictos en el comercio del grano, según consta en la probanza de méritos y servicios del mismo Del Valle Marroquín, sobrino del obispo.
Los pueblos cacaoteros de los Izalcos ya eran conocidos por los malestares ocasionados por las transacciones del grano y por la concentración de españoles de baja ralea, incluso algunos llegados del Perú, que huían de la justicia real a causa de la guerra de los Encomenderos. Los monjes dominicos del convento de Guatemala habían acudido a la región y se quejaban de la situación imperante y del agravio que se les hacía a los indígenas, por lo que urgían levantar allí un convento de la orden, como el que ya se tenía en San Salvador.
En 1552, la visita del prior de Santo Domingo, fray Tomás de la Torre, dejó un acre sabor de fracaso, por el lamentable estado de los pueblos de la región, donde abundaban los abusos e ingratitudes con los naturales, con clérigos facinerosos que con descaro comerciaban con cacao. También muchos indígenas llegaban desde lejos a buscar el ansiado grano a cambio de su fuerza de trabajo, con lo cual los Izalcos se habían vuelto un cuadro de execrables abusos y desafueros, según consta en el expediente de visita y pesquisa del fraile, guardada en el Archivo General de Indias (Sevilla).
La fundación de La Trinidad de Sonsonate fue de tal manera promovida por la orden de Santo Domingo, que procuraba poner orden y concierto en la conflictiva región del cacao, asfixiante de humanidad desbocada ante la riqueza. Y así surgió la villa, con su puerto y sus mercaderes, donde la vida sería intensa y rica en sucesos, una villa abundante en querellas de intereses, por el tráfico mercantil resultado de los numerosos barcos que tiraban anclas en Acajutla. Como todas las poblaciones de la América española, el urbanismo definió en La Trinidad su plaza de Armas, sus calles rectas, el cabildo, la parroquia, así como cerca del casco urbano el barrio auxiliar de tlaxcaltecas y mexicas, el de Santa Isabel de los Mexicanos , el último en establecerse en el actual El Salvador. La segunda casa que se levantó en su solar frente a la plaza fue el conocido cronista Juan de Pineda, autor de de los “Avisos tocantes a la provincia de Guatemala” (1596). Para los años anteriores a 1574, en que terminó su “Geografía y descripción universal de las Indias”, el cronista y cosmógrafo mayor Juan López de Velasco apuntó para La Trinidad de Sonsonate 400 vecinos (jefes de familia, comerciantes), población sólo superada en esos años por Santiago de Guatemala. Pero los datos varían bastante según los informantes de la época.
El alcalde mayor de Acajutla se trasladó por 1556 a la villa, en tiempos de Alonso de Paz. La Alcaldía Mayor de Sonsonate fue hasta 1823 una jurisdicción diferente de San Salvador. La demarcación sonsonateca comprendía los actuales departamentos de Sonsonate y Ahuachapán. El que fue famoso puente sobre el Cenzúnat se construyó de madera entre 1571 y 1572, y por 1581-1582 fue reconstruido de piedra, para luego ser derribado por el gran temporal de 1762. La importancia de La Trinidad de Sonsonate será flagrante en toda la historia colonial salvadoreña y el único horizonte cosmopolita de los primeros siglos.
[Img: Mapa de la Trinidad de Sonsonate; fondo fotográfico ASH]
Pueblos indígenas de encomienda
LPG 2011 Pedro A. Escalante Arce Academia Salvadoreña de la Historia
Los indígenas fueron considerados como vasallos libres de la Corona de Castilla, sin embargo, a pesar de los reiterados conflictos morales y cuestionamientos colectivos de autoridades civiles y religiosas sobre la legitimidad de apoderarse de las tierras que pertenecían a los aborígenes americanos, que las bulas papales habían autorizado a España incluirlas en sus dominios, con exigencia de cristianización y buen trato, se permitió el repartimiento de indígenas a españoles, para que trabajaran y prestaran servicios, lo que derivó pronto en desgraciados abusos, violencias sin fin y efectos desastrosos. Del repartimiento surgió una variante, con normas que fueron evolucionando: la encomienda, institución básica en el primer Derecho Privado indiano. Por la encomienda, un grupo de familias con sus propios caciques quedaban sometidas a la autoridad de un encomendero, que se obligaba –supuestamente- a protegerlas y a cuidar de su instrucción religiosa, con los auxilios de un cura doctrinero. Adquiría el encomendero el derecho de beneficiarse con los servicios personales de los encomendados para distintas necesidades, así como el exigirles el pago de prestaciones económicas. El español contraía el compromiso de prestar servicio militar con caballo cuando fuese requerido. Al concluir el tiempo para la que había sido concedida, o a la muerte del encomendero, los indígenas eran reincorporados de pleno derecho en la Corona. Con las Leyes Nuevas de 1542 se puso fin a la encomienda, pero causó tanto desasosiego y revuelo, incluso guerras abiertas contra la Corona, como la guerra de los Encomenderos en Perú y la rebelión de españoles en Nicaragua, que se autorizó de nuevo, regulada solamente para la vida de un encomendero y nada más derecho a recibir tributos tasados. Muchas veces se consintió heredarlas. Nunca la encomienda concedió derecho a apropiarse de la tierra y no puede confundirse con la propiedad privada.
Las primeras encomiendas en el territorio de la provincia de San Salvador fueron repartidas en 1528, en Ciudad Vieja, dadas por Diego de Alvarado, después de la fundación de la villa estable de San Salvador. Las de los Izalcos, en la futura provincia de Sonsonate, se repartieron en Santiago de Guatemala. Para San Salvador el más famoso de los censos de encomiendas fue el efectuado por orden del vicario de Guatemala, Francisco Marroquín (todavía no obispo), según mandato de la Real Audiencia de México y realizado por el párroco de Ciudad Vieja, Antonio González Lozano, en 1532. Están alrededor de cincuenta pueblos hoy salvadoreños, además de varios en Honduras. Algunos pueblos tenían dos encomenderos, como el caso de Santos Inocentes Cuzcatlán, la cabecera nahua-pipil, que estaba dada a Bartolomé Bermúdez y a Pedro Núñez de Guzmán, por la mitad; lo mismo que San Pedro Metapán, dividido en dos terceras partes para Pedro Cerón y una en Juan Martín.
La cédula de encomienda, dada en San Salvador, más antigua que se conoce documentalmente corresponde a San Juan Bautista Nahuizalco; la cédula tiene fecha 9 de junio de 1528, firmada por Diego de Alvarado y otorgada a Miguel Díaz Peñacorba (consta en su probanza de méritos, localizada por el historiador Barón Castro en Sevilla). Se trata de un caso muy particular, porque en los Izalcos las encomiendas las había repartido, en 1528, Jorge de Alvarado a vecinos de Santiago de Guatemala, por haber sido las de los pueblos cacaoteros las más ricas y productivas. Los encomenderos izalqueños se convirtieron, así, en personas sumamente afortunadas, poderosas e influyentes, como el caso de los Guzmán y varios más, que recibieron considerable riqueza por el alto valor del cacao. La villa de La Trinidad no fue residencia de encomenderos, solamente lo fueron San Salvador y San Miguel.
La tasación más famosa del siglo XVI fue la efectuada en parte desde San Salvador entre 1548 y 1549 por el segundo presidente de la Real Audiencia de los Confines, que se estaba trasladando en esos días hacia Santiago de Guatemala. Fue hecha por el abogado Alonso López de Cerrato, una de las grandes figuras de la historia de la monarquía en Centro América. El extenso documento de la tasación nunca ha sido publicado enteramente, se ha transcrito por partes, y está guardado en el Archivo General de Indias, “Libro de tasaciones de los naturales de las provincias de Guatemala, Nicaragua, Yucatán, Comayagua y Tabasco”. Son cerca de ochenta pueblos en la jurisdicción de San Salvador, más unos setenta, más o menos, situados en términos de la villa de San Miguel, en el oriente translempino, algunos ya desaparecidos, como Monleo y Coloantique. Para Sonsonate están alrededor de veinte pueblos. La tasación Cerrato es de extraordinaria importancia.
A finales del siglo XVI y principios del XVII la encomienda inició su decadencia como medio de enriquecimiento, los tributos se dirigieron cada vez más hacia el real fisco y no para los particulares. Las leyes de Indias las siguieron contemplando en la Recopilación de 1681, como simple cesión de tributos. Hubo casos de rentas que se otorgaron a casas nobiliarias peninsulares, como el caso de las provenientes de San Juan Bautista Cojutepeque, Santo Tomás Texacuangos, Santa Lucía Suchitoto y Santa María Ostuma, que en 1672 iban para el conde de Casa Rubios. Y en 1734 aparecen tributos de San Pedro Puxtla para la casa condal de Oropesa, según consta en los expedientes del archivo sevillano.
Algunas de las cédulas más antiguas de concesión de encomiendas en tierras hoy salvadoreñas son las que se dieron en Nicaragua sobre poblaciones en las islas del golfo de Fonseca, en Meanguera y Conchagua (Conchagüita), que eran las islas pobladas llamadas “de la Petronila”, aunque es difícil e incierta su localización, porque se confunden con pueblos que pueden haber estado en la costa nicaragüense. Son seis que corren desde agosto de 1526, en una otorgada en León por Pedrarias Dávila, hasta diciembre de 1533, dada por Francisco de Castañeda cuando ya Pedro de Alvarado estaba con su armada en el golfo, para el viaje al Perú.
[Img: Pueblos indigenas de encomienda, mercado Nahuilingo - Colección Carl Hartman; fondo fotográfico MUPI]
Gobernación y Real Audiencia
LPG 25 de marzo de 2011 Pedro A. Escalante Arce Academia Salvadoreña de la Historia
La muerte del gobernador Pedro de Alvarado, en julio de 1541, conmocionó a los territorios de su mandato (Guatemala y El Salvador). El apurado nombramiento de su esposa, Beatriz de la Cueva, como gobernadora terminó con el drama del aluvión que bajó del volcán de Agua y destruyó Santiago de Guatemala en la noche del 10 al 11 de septiembre del mismo año, del cual solamente se salvó el barrio de los auxiliares mexicas y tlaxcaltecas en Almolonga. Para ejercer la administración de las provincias el ayuntamiento nombró a Francisco de la Cueva (pariente de la difunta gobernadora) y al obispo Francisco Marroquín –ya consagrado en abril de 1537, en la Ciudad de México– como titulares de la gobernación alvaradiana. Ambos iban a ejercer de consuno la autoridad para mientras la Corona proveía lo necesario, porque había que definir el futuro de la región, o bien incorporarla de lleno al Virreinato de Nueva España, establecido para las tierras mexicanas.
Para la Centro América histórica, las famosas Leyes Nuevas, u Ordenanzas de Barcelona, de 1542-1543, ordenaron en el capítulo XI la fundación de una Real Audiencia en los “confines de Guatemala y Nicaragua”, con cuatro oidores letrados, uno de los cuales sería su presidente, y la cual actuaría, en sus inicios, como Real Audiencia gobernadora. Las audiencias reales eran tribunales superiores de justicia, que representaban a la persona del monarca, con sello real y plena autoridad para dictar resoluciones (reales acuerdos, cédulas y provisiones, etcétera). Además de la de México (1527), existían ya las audiencias de Santo Domingo (1511) y una en Panamá (1538), que se repartían la jurisdicción del Istmo, con Guatemala y San Salvador en la Real Audiencia de México. Las audiencias americanas, además de su función básica de tribunales de la mayor jerarquía, también tuvieron funciones políticas y administrativas que se fueron modificando con los siglos. El presidente era el virrey, o el gobernador, según el caso.
La primera audiencia centroamericana fue la de 1542, integrada con territorios que se segregaron de las audiencias previas y que fueron variando con los años (incluso incluyó Panamá, Yucatán, Cozumel, Tabasco). Se le conoció con el nombre de Real Audiencia de los Confines, por la particular localización al crearse, y como sede inicial se designó la villa de Santa María de Comayagua, en Honduras, rebautizada como Nueva Valladolid; sin embargo, los oidores designados, Diego de Herrera, Juan Rogel, Pedro Ramírez de Quiñónez y su presidente, Alonso Maldonado, escogieron la villa de Gracias a Dios para asentar la audiencia con un primer real acuerdo en mayo de 1544. Con esto terminó el período de las gobernaciones primitivas de provincia con autonomía en la primera mitad del siglo, y se integraron Chiapas, Honduras, Nicaragua y Guatemala a la demarcación unificada de la Real Audiencia de los Confines, que puede considerarse como la primera unidad centroamericana que se dio en la historia, en el reinado del emperador Carlos V. La audiencia confirmó, asimismo, la integración de las tierras alvaradianas de Guatemala y San Salvador, y sus diversas regiones, en una misma demarcación guatemalteca, dentro de la Real Audiencia.
Desde un principio, Gracias a Dios no ofreció las facilidades para albergar a la audiencia y sus actividades, los caminos eran fragosos e intransitables con las lluvias. En realidad la mejor opción era Santiago de Guatemala, la ciudad más grande y populosa, sede de obispado, aunque ya existían otros en Nicaragua, Honduras y Chiapas. El presidente de la audiencia, Alonso Maldonado, había sido reemplazado por el abogado Alonso López de Cerrato quien aceptó el cambio definitivo de sede. Así, en enero de 1549 se trasladaron a San Salvador, en ruta hacia Guatemala. Previamente, López de Cerrato había estado en la ya ciudad salvadoreña, en octubre de 1548, donde se encontró con el oidor Pedro Ramírez de Quiñónez, que volvía del Perú, de participar en la guerra de los Encomenderos.
A la muerte de Cerrato (mayo de 1555), le siguió Antonio Rodríguez de Quesada, y después de este presidente, la Real Audiencia de los Confines terminó el período de gobierno colectivo de la audiencia, por haberse recibido en tiempos de su sucesor Juan Martínez de Landecho (o Núñez de Landecho), la real cédula de gobierno unipersonal como presidente-gobernador y darse por concluido el gobierno colegiado. Sin embargo, también en estos años fueron la terminación de la audiencia, porque fue extinguida por excesos y desafueros cometidos por Martínez de Landecho, y por real provisión de septiembre de 1563 fue trasladada la sede a la Ciudad de Panamá. Con lo cual, el territorio centroamericano fue dividido en lo jurisdiccional, con San Salvador y la Alcaldía Mayor de Sonsonate de regreso a la autoridad mexicana (además de Guatemala y Chiapas). Esta situación se mostró inconveniente y la Corona decidió volver a la situación anterior, con una audiencia en Santiago de Guatemala y su demarcación propia.
En junio de 1568, y reiteración en enero de 1569, se autorizó el regreso del sello real a Santiago y la reinstauración del tribunal, como Real Audiencia de Guatemala, con lo que la anterior de los Confines quedaba concluida, no obstante ser esta nueva en realidad una readecuación de la fenecida. Como presidente llegó el abogado Antonio González, y como oidores García Jofre de Loayza, Bernabé Valdés de Cárcamo y Cristóbal de Anzoeta. La Real Audiencia de Guatemala será la máxima institución jurisdiccional de Centro América hasta su extinción, después de la independencia de 1821. El istmo se convirtió en el Reino de Guatemala, un nombre que en Hispanoamérica fue referido a regiones con altos órganos de gobierno, y donde habían florecido importantes culturas indígenas prehispánicas. El Reino Centroamericano en lo militar recibió la categoría de Capitanía General, y gozó de autonomía respecto al Virreinato de México, sin dependencia del virrey, solamente honorífica, por tener su relación directa con la Corona, lo que se llamaba una Real Audiencia pretorial.
[Img: Mapa de la costa pacífica centroamericana; fondo fotográfico ASH]
Pedro de Alvarado y la Alta California
LPG 14 de marzo de 2011 Pedro A. Escalante Arce Academia Salvadoreña de la Historia
Pedro
de Alvarado fue el conquistador por antonomasia en Guatemala y El Salvador, su
figura impregna un rico imaginario, con un recuerdo profundamente controvertido,
entre lo legendario y tenebroso, tantas veces de inusual armonía en voces
discordantes por las contradicciones de su personalidad: ambicioso, valiente,
agraciado, y por otro lado cruel, desalmado y tiránico con los indígenas e
incluso con sus coterráneos.
Además
de su propia épica cortesiana en Tlaxcala y Tenochtitlan, así como las guerras
de invasión, conquista y sometimiento contra las etnias aborígenes mexicanas y
centroamericanas, y sus trascendentes fundaciones de ciudades (Santiago de
Guatemala, San Salvador, San Miguel de la Frontera, San Pedro Sula), están sus
dos famosos viajes. El del Perú, en 1534, que le llevó a juntar su flota en el
embarcadero de Amapala, al sur del actual puerto de La Unión (Pueblo Viejo), en
el golfo de Fonseca, y que puso proa hacia las
costas ecuatorianas desde El Realejo, en Nicaragua. La más grande armada
vista hasta entonces en el océano Pacífico, y que luego, fracasado, se vio
obligado a vender a Diego de Almagro y a cederle su ejército.
La otra armada de Alvarado fue la de
Acajutla, con alrededor de doce barcos, que partió en los primeros días de
septiembre de 1540 hacia las islas Molucas, o de las Especierías. Con gran
boato había preparado la expedición, con
embarcaciones construidas en Iztapa, Guatemala, y que luego envió a carenar en
el astillero de Xiriualtique, en las cercanías del original San Miguel de la
Frontera, en un lugar no precisado de la bahía de Jiquilisco. Muchos
altisonantes nombres se incorporaron a la flota que quiso ser descubridora,
además subieron indígenas y esclavos
negros, en afanes que estaban destinados a ser la culminación del espíritu
aventurero de Alvarado. Pero de nuevo el destino le fue adverso, después de
recalar en el puerto de La Navidad, cerca del actual Manzanillo, al ceder por
su propia voluntad ante las proposiciones del virrey Antonio de Mendoza, por
las noticias del fabuloso país de Cíbola, supuestamente situado al norte.
Alvarado firmó con el virrey una sociedad para dividir la armada y compartir
ganancias. Una al mando de Ruy López de Villalobos iba a cruzar el océano hacia
el poniente, a las Especierías (o el extremo oriente, visto en lo opuesto), la
otra, al mando de Juan de Alvarado tomaría la costa del Mar del Sur hacia el
noroeste, en busca de Cíbola. El gobernador Alvarado desistió de su empresa
original y decidió volverse a Guatemala, pero al regresar al puerto de Santiago
de Buena Esperanza, donde estaban los barcos, participó en la lucha contra una
rebelión localizada en el peñol de Nochistlán, donde fue herido de muerte y
falleció el 4 de julio de 1541, en Guadalajara.
Como resultado de estos sucesos, el nombre
de un acompañante de Alvarado, Juan Rodríguez Cabrillo, que se había embarcado
en Acajutla, comenzó a tener nombradía en la historia, al haber sido quien
dirigió la expedición al norte primero encomendada a Juan de Alvarado, con tres
barcos, que salieron del puerto de la Navidad el 27 de junio de 1542, más de
año y medio después de la finalización de la armada de Acajutla. En realidad se
trató de una expedición totalmente diferente de la de Alvarado, aunque ésta
puede tenerse como causa remota de aquélla. Lo que sí se dio fue que Cabrillo
usó barcos de la de Acajutla, uno llamado “San Salvador”, así como también es
probable que barcos de Alvarado usara López de Villalobos en el descubrimiento
de las islas Filipinas.
Las naves de Cabrillo fueron las primeras
en alcanzar la Alta California por San Diego. El derrotero es difícil de
precisar con exactitud, pero el 9 de octubre de 1542 tuvieron un primer
desembarco en la hoy bahía de Santa Mónica, en Los Ángeles. Se bautizaron varios lugares con diferentes nombres, como
islas, una de las cuales se conoció como San Salvador, que se cree pudo haber
sido la isla Catalina, que también llamaron isla Capitana, La Posesión, o aun isla
de Juan Rodríguez, por ser donde murió Rodríguez Cabrillo el 24 de diciembre de
1542.
Este viaje fue plasmado en un anónimo
documento fundamental, la “Relación del descubrimiento que hizo Juan Rodríguez
navegando por la contra costa del Mar del Sur”, atribuido erróneamente al
escribano Juan Páez, de Santiago de Guatemala, pero el cual ya había muerto en
el aluvión de Almolonga, el 11 de septiembre de 1541, y en realidad corresponde
el nombre escrito en el original del Archivo General de Indias a Juan Páez de
Castro, nombrado cronista real en 1565 por el emperador Carlos V, quien manejó
el documento y puso su impronta, como lo hizo en tantos otros. Además, la
información utilizada ha sido la de los “Méritos y servicios de Juan Rodríguez
Cabrillo”, levantada por su hijo en Guatemala, en 1550, en un pleito de encomiendas por las
varias que Alvarado le dio a su padre en México, en cuenta la de Santa María Magdalena
Tacuba, en Ahuachapán y que no se le entregaron.
Muchos autores han tratado este tema
acertadamente y con seriedad, como Harry Kelsey (Biblioteca Huntington, 1998),
pero en El Salvador bastante tinta se ha gastado festivamente sobre este viaje
de descubrimiento, que de ninguna manera puede considerarse como uno solo con
el de Alvarado de 1540, y que si se usaron barcos de los de Acajutla, esto era
algo común en esos tiempo para diversas singladuras y destinos. Es absurdo –y prácticamente imposible- pensar
en indígenas “salvadoreños” apartados en México, resguardados para emplearse en
lo desconocido después de cerca de dos años. Es una distorsión de la realidad
documental aferrarse a una fábula de descubrimiento por “salvadoreños” y mucho
menos a un poblamiento que no ocurrió, pues fue hasta principios del siglo XVII
que el virrey conde de Montesclaros decidió poblar la Alta California.
[Img: Juan Rodriguez Cabrillo, marino y explorador portugués; fondo fotográfico ASH]
El cacao de los Izalcos y Acajutla
LPG 5 de marzo de 2011 Pedro A. Escalante Arce Academia Salvadoreña de la Historia
Pasadas
las fundaciones de San Salvador y San Miguel de la Frontera, y todavía
pendiente la pacificación de varias
partes del territorio de la provincia, comenzó el dramático
acomodamiento de las etnias indígenas al vasallaje de la Corona y su
utilización como mano de obra en obras públicas y servicios personales, lo
mismo que la necesidad de su trabajo en la producción de alimentos. Igualmente,
se inició la labor de evangelización, que era lo fundamental para enraizar la pertenencia
de estas tierras a España, además del tan controvertido derecho de conquista.
En esos años de la primera mitad del
siglo XVI, en la región nahua de los Izalcos se estaba dando una concentración
desordenada de peninsulares comerciantes por haberse pronto descubierto los
ricos cacaotales, que producían las almendras apetecidas por los grupos
indígenas, con un comercio seguro y permanente, sobre todo en México. El cacao
se había convertido rápidamente en el más apetecido producto de comercio, por
su uso como bebida, en particular de elites y con carácter religioso, así como su función moneda corriente.
En un principio los cacaotales más afamados
estaban en el Soconusco, al sur de Chiapas, pero ya prácticamente extinguidos
por la explotación desmedida, emergió en importancia el cacao de la costa de
Guatemala y el de los Izalcos, donde descollaban los llamados Cuatro Izalcos,
los cuatro pueblos de Tecpan Izalco (Asunción Izalco), Caluco Izalco (San Pedro
y San Pablo Caluco), Santiago Nahulingo y San Francisco Tacuzcalco. En otras
partes del actual El Salvador se sembró cacao, pero nunca en la cantidad y la
calidad del cacao izalqueño, el cual se convirtió en el primer producto
histórico de exportación de Centro América.
Gran cantidad de familias indígenas
trabajaban en sus propios cacaotales, sembrados bajo la sombra del madrecacao,
o cacahuanance, en tierras húmedas con buenos drenajes y clima ardiente, que se
cuidaban con resiembras periódicas. La medida de los granos se hacía por
zontle, xiquipil, carga y tercio. El zontle eran cuatrocientos granos, o
almendras, de cacao, el xiquipil eran veinte zontles (ocho mil granos), la
carga la constituían tres xiquipiles y tres cargas eran un tercio. Muchos
cronistas y funcionarios escribieron sobre el cacao, y también varios sobre el
cacao izalqueño en particular, tal el franciscano fray Juan de Torquemada, en
la “Monarquía indiana” (publicada en 1615), que afirmaba que la mejor y mayor
huerta de cacao, más abundante y rica de la Nueva España, estaba en tierras de
Guatemala (a la cual pertenecían los Izalcos, al igual que toda la demarcación
de San Salvador). Asimismo, el italiano Girolamo Benzoni, en la “Historia del
Nuevo Mundo” (1596), afamaba el cacao izalqueño y escribía que era el que
surtía la demanda en México.
Los repartimientos de tributos de pueblos
cacaoteros, dentro de la institución de la encomienda, fueron dados
exclusivamente a vecinos de Santiago de Guatemala; entre los primeros están
Pedro de Garro, así como Diego López de Toledo (en Caluco Izalco) y Antonio
Diosdado en 1532. Este último fue el origen de la encomienda de la familia
Guzmán sobre Tecpan, de lo cuales Diego de Guzmán fue el más destacado, un
personaje fastuoso y despótico, explotador de indígenas, quien mantenía
pretenciosa casona en Izalco, frente a la plaza (Asunción). Los Guzmán le
construyeron al pueblo la más suntuosa iglesia de su época en el actual El
Salvador, iniciada hacia 1568, contemporánea de la de Caluco Izalco. Asimismo,
en 1571 el fabricante de campanas Juan de Buenaventura les estaba fundiendo las
primeras en el mismo pueblo (Buenaventura también trabajó para la catedral de
la Ciudad de México). Diego de Guzmán fue probablemente lo más cercano a un
verdadero señor feudal que ha habido en la historia centroamericana del siglo
XVI (¿1545-1610?), y al pueblo le llamaban Izalco de Guzmán.
Alrededor de 1535 comenzó la exportación de
cacao hacia México, principalmente por el puerto oaxaqueño de Huatulco. En
1537, Ruy López de Villalobos, el futuro descubridor de las islas
Filipinas, recibió licencia en México
para comerciarlo. La ventaja del cacao
izalqueño para su nombradía y fama fue la facilidad de subirlo a los barcos
mercantes que ya surcaban el Mar del Sur y que estaban fondeando en la barra
abierta de Acajutla. Entre 1560 y 1580 se calcula que se estaban enviando por
Acajutla alrededor de cincuenta mil cargas de cacao hacia la Nueva España
mexicana, las que pronto tuvieron que pagar impuesto de almojarifazgo sobre la
exportación. Los indígenas sufrieron la ambición de riqueza de encomenderos y
comerciantes, razón por la cual sería fundada en 1553 la villa de La Trinidad
de Sonsonate, dedicada exclusivamente, en un principio, a mercaderes
peninsulares. Por la importancia alcanzada, Acajutla, por 1550 fue sede de
alcalde mayor para controlar a los pueblos cacaoteros y vigilar el comercio
marítimo. El alcalde mayor era en realidad un juez superior y lo administrativo
quedaba a los alcaldes ordinarios. Esta Alcaldía Mayor de Acajutla duró algunos
años y tuvo varios justicias mayores, como Gonzalo de Alvarado (sobrino del ya
fallecido gobernador). Cuando se fundó La Trinidad de Sonsonate, lo era
Francisco del Valle Marroquín.
Antes de la mitad siglo XVII el cacao
izalqueño comenzó su declive con las exportaciones de grano que estaban
llegando a México desde las costas ecuatorianas, en el Virreinato del Perú, así
como surgirá el cacao de Venezuela. Asimismo los pueblos izalqueños habían
tenido que reponerse a finales del XVI de las destructoras grandes pestes y epidemias
que arrasaron con buena parte de la población indígena, al grado de haber
llegado mano de obra de otras regiones, como del sur de Honduras y de la
Verapaz, en Guatemala, llamados “indios alquilones”.
Fue un período de pasiones y desórdenes, de
ambiciones, intrigas y explotación extrema de hombres y tierra, ninguno
probablemente con tanta intensidad histórica como éste en las provincias
hispano-salvadoreña, además de estar abundante y ricamente documentado en
archivos.
[Img: Fruto del árbol de cacao; fondo fotográfico ASH]
Ciudad Vieja, arqueologia e identidad
LPG 25 de febrero de 2011 Roberto Gallardo, arqueólogo Academia Salvadoreña de la Historia
En
el cálido y pedregoso valle de La Bermuda, a unos 10 kilómetros al sur de
Suchitoto se encuentra el sitio arqueológico Ciudad Vieja, el lugar donde se estableció
la primera ciudad de San Salvador en 1528. Los restos arqueológicos comprenden
un área de 45 hectáreas de las cuales 35 forman el trazo urbano consistente en
una cuadrícula donde se puede apreciar la Plaza Mayor y de donde surgen las
calles principales. También son visibles en la superficie lo que fueron solares
de españoles así como impresionantes rasgos arquitectónicos que incluyen el cabildo
de la ciudad, algunas garitas, plataformas elevadas y un puesto de vigilancia
ubicado en un lugar estratégico. Este primogénito San Salvador en el valle de
La Bermuda fue la primera ciudad hispanoamericana en lo que ahora es El
Salvador y su importancia actual radica en su excelente estado de conservación
y el corto período que fue habitada (1528 – 1545), por lo que se convierte en
el sitio histórico más importante en nuestro país y con un potencial
arqueológico sin precedentes para conocer nuestro pasado.
La
fundación de este San Salvador del siglo XVI fue el resultado del expansionismo
imperial español en América. Los españoles veían a la ciudad como una llave del
Imperio, por lo tanto empezaron a fundar nuevos pueblos y ciudades en una
escala inimaginable por europeos desde la disolución del Imperio Romano. En
menos de cien años se fundaron más de doscientas ciudades en el Nuevo Mundo,
extendiéndose desde México hasta Patagonia (Solano 1990). San Salvador fue
parte de este proceso de colonización.
Mientras
duró su ocupación, la villa tenía una población multiétnica y la relación entre
los diferentes grupos humanos fue un proceso complejo que amerita estudios
profundos. Hasta ahora los documentos históricos y la arqueología nos
demuestran que en esta ciudad habitaron unos pocos cientos de españoles
probablemente en su mayoría originarios de Andalucía y Extremadura. Sin duda,
el grupo más numeroso y variado culturalmente fueron los nativos americanos que
acompañaron y ayudaron a los españoles en la conquista. Cuando Alvarado dejó
Tenochtitlan en 1523, sus tropas estaban compuestas por cholutecas, xochimilcos,
texcocanos y huejotzingas, aunque en este punto la mayoría eran tlaxcaltecas y
mexicas. Al pasar por Guatemala los cakchiqueles se unieron al ejército
español. La población en San Salvador probablemente incluía a todas estas
etnias y se diversificó aún más con la inclusión del grupo local: los pipiles,
quienes sin duda jugaron un papel importante en el ambiente urbano. Los negros
africanos también estaban presentes en San Salvador. Según el historiador
Robert Chamberlain (1956) cuadrillas compuestas de nativos y esclavos negros
viajaban de San Salvador hasta Honduras para explotar las minas de oro.
Si
consideramos a la arqueología y la historia como ciencias sociales que ayudan a
reforzar nuestra identidad, se hace evidente la importancia en estudiar la forma
en que se fundamenta el origen de la identidad salvadoreña en Ciudad Vieja. Aunque
muchos investigadores intentan sobredimensionar la influencia prehispánica
presente en nuestra identidad actual, la gran mayoría de salvadoreños somos el
resultado de una hibridación étnica, no solamente biológica sino también
material. Este proceso inicia en el siglo XVI, con Ciudad Vieja como el punto
focal y generador de esta hibridación (o mestizaje si se prefiere).
El
colonialismo es un fenómeno donde predomina la imposición cultural, creando un
marco de relaciones desiguales en el que muchas veces el conflicto es el
resultado. Actualmente es bien aceptado que el colonialismo español fue una
negociación de poder continua y dinámica entre los muchos grupos que
conformaban la población colonial española (Jamieson, 2000). La relación entre
españoles e indígenas era una posición extrema de relaciones de poder ya que involucra
conflictos en muchos aspectos de la vida colonial. La estructura en las
ciudades coloniales involucró un claro establecimiento de una sociedad
jerarquizada con dominación diaria, así como imposiciones por el grupo
dominante dentro de un marco de significado dinámico y cambiante con el
objetivo de “legitimación” ideológica y aceptación (Hodder, 1986). Para la
arqueología, las ciudades como Ciudad Vieja son los mejores objetos de estudio
para entender las interacciones entre conquistadores y conquistados. La ciudad
colonial se convierte en un elemento importante debido a que sus políticas en
la toma de decisiones son más transparentes que en otras ciudades y los
elementos estructurales están claramente definidos. Esto es especialmente
cierto en los asentamientos hispanoamericanos durante los primeros años de la
colonización ya que tenían fuertes objetivos políticos y sociales, siendo
elementos ideales para estudiar las expresiones de dominio. Las políticas de
decisión por parte del grupo controlador llegaron a ser fuertes, directas y más
transparentes cuando la ciudad y sus instituciones se ven amenazadas por un
grupo mayor de una etnia diferente, como fue el caso de los nahua- pipiles. El
despliegue de poder necesita ser fuerte y claro para mantener influencia y
control sobre los grupos subordinados. Aunque el contacto entre españoles y
nativos fue un proceso transcultural de dos vías en que los españoles
influenciaron a los indígenas y viceversa, la arqueología ha demostrado el
establecimiento de fronteras sociales como resultado del conflicto entre grupos
con diferentes orígenes, y el predominio de la cultura material española es
evidente en la mayoría de los casos como son: la arquitectura, urbanismo,
lenguaje, religión, tecnología etc.
En
el último siglo ha predominado la corriente hacia la efectiva y definitiva
descolonización, pero a pesar de esto, la ramificación y pensamientos de prácticas coloniales están tan
arraigados que ameritan continuas y
futuras interpretaciones. Esto es especialmente cierto si consideramos que la
arqueología y la historia son dos disciplinas sociales que ayudan a formar
nuestra identidad. En América Latina, el respeto al pasado debe incluir aceptar
y comprender la etapa del colonialismo. La posibilidad de resolver nuestros
conflictos sociales actuales dependerá de nuestra comprensión de cómo la
semilla colonizadora fue plantada y la influencia que ha tenido en la formación
de nuestra identidad salvadoreña.
[Img: Ciudad Vieja, Suchitoto; fondo fotográfico ASH]
Ciudad Vieja, su historia
LPG 19 de febrero de 2011 Pedro A. Escalante Arce Academia Salvadoreña de la Historia
El primer San Salvador de
1525 fue nada más un contingente militar con cabildo nombrado para cimentar
autoridad y jurisdicción, mientras que el San Salvador como ámbito urbano y poblado comenzó en
definitiva hasta en 1528, con el restablecimiento realizado por Diego de
Alvarado y el grupo de soldados con calidad de primeros pobladores y sus
acompañantes, que el 1 de abril asentaron la villa al pie del cerro Tecomatepe,
en la hoy Ciudad Vieja, con los indispensables actos civiles y religiosos, con
autoridades y cabildo entero. El agrimensor midió la plaza de Armas, o Mayor, y
las calles principales que rectas salían de sus esquinas, y en medio de la
plaza sembrado el tronco que a manera de picota, o rollo, simbolizaba la
autoridad real y la justicia del emperador Carlos V. Asimismo se definieron las
principales manzanas y los solares de los primeros habitantes, con lo que se
inició la ocupación de la tierra y el origen remoto de la propiedad privada en
el territorio, como consecuencia del poblamiento formal. Fue establecida el
área de la casa del ayuntamiento, así como el de la iglesia parroquial. Un
escribano levantó el acta de refundación de la villa de San Salvador en ese 1
de abril de 1528. Todo consta fehacientemente en las páginas del cronista
dominico fray Antonio de Remesal: “Historia general de las Indias Occidentales
y particular de la Gobernación de Chiapa y Guatemala”, tomo II.
Con buenos auspicios comenzó a vivir San Salvador en Ciudad Vieja, en un
lugar protegido por barrancas y defensas naturales, con suficiente agua y población
indígena en las cercanías, que le dio un carácter de villa-fortaleza pues el
territorio no estaba todavía pacificado y brotaban los alzamientos. La original iglesia matriz salvadoreña, dedicada
a la Trinidad (Remesal), se levantó con la intervención de algún cantero y
tallador, como lo atestiguan los restos pétreos con motivos florales que han
sobrevivido. Desde el inicio se impusieron las normas básicas de convivencia
comunitaria de Castilla, en un mundo tan diverso, aquí imbuido de la presencia
indígena que dominaba el ambiente general y que apuró la cohabitación y mezcla
étnica y cultural, y que fue puesto bajo la égida de la Iglesia Católica
Romana, el pilar más fuerte que tuvo la monarquía americana.
Entre 1528 y 1545, año de su traslado formal, la villa creció en
población e importancia, así como tuvo que sufrir los avatares de esta época
temprana del siglo XVI. Así ocurrió la invasión de Martín Estete, desde
Nicaragua, en la llamada guerra de Nequepio, pero Ciudad Vieja permaneció en la
jurisdicción de Pedro de Alvarado, que desde 1527 era gobernador de Guatemala y
sus territorios. La villa-fortaleza se cuidó de no exponerse a los
levantamientos indígenas, pero sí los tuvo cerca, como cuando se dio la guerra
de Lempira, en el sur de Honduras (1537-1539)
conflicto que se extendió al oriente translempino, y puso en peligro la
villa de San Miguel de la Frontera. En ese entonces, el gobernador de Honduras,
Francisco de Montejo, pidió refuerzos a Santiago de Guatemala y a San Salvador,
y desde Ciudad Vieja se le enviaron hacia Gracias a Dios cien indígenas
auxiliares, tlaxcaltecas y mexicas, además de cien nativos con bultos que
llevaban pólvora, arcabuces, balas, ballestas con dardos, espadas, lanzas, escudos
y piezas defensivas (según carta de Montejo, en Robert S. Chamberlain
“Conquista y colonización de Honduras”). Todo probablemente producto de las
existencias guardadas en la villa y de lo que se habrá fabricado en las forjas, pues en Ciudad Vieja
han aparecido los primeros talleres de herrería.
En 1532 se dio el censo de encomiendas dadas a los habitantes de la
villa, levantado por el cura Antonio González Lozano, por orden del clérigo
Francisco Marroquín, todavía vicario de Santiago de Guatemala, con
declaraciones de cerca de sesenta encomenderos.
Ciudad Vieja fue aumentando su importancia como sitio de tránsito
obligado entre León de Nicaragua y Guatemala, así como hacia las poblaciones
hondureñas, como Comayagua y Gracias, además de Puerto de Caballos. También era
punto de conjunción de tres obispados recientemente erigidos, los de Honduras,
Nicaragua y Guatemala. Por octubre de 1536 pasó por Ciudad Vieja fray Bartolomé
de las Casas, y el famoso fray Toribio de Benavente (Motolinía) estuvo dos
veces, a finales de 1528 y en 1544.
Ciudad Vieja tuvo una
existencia de movimiento y actividad, pero su mejor tiempo fue durante Pedro de
Alvarado, con todo y las preocupaciones que le causaron al cabildo las
expediciones al Perú (1533-1534) y a las Especierías (1540). Cuando Alvarado
murió en 1541 y se instaló la Real Audiencia de los Confines, en 1542, el alto
tribunal que reunió por primera vez los territorios centroamericanos, con sede
en Gracias a Dios, comenzaron, entonces, los últimos años de la villa. El asentamiento no ofrecía ya cualidades ni
atributos para responder al desarrollo y a los nuevos tiempos de provincias
castellanas de ultramar, por lo cual se buscó un nuevo sitio, cerca de la
población de Cuzcatlán-Nequepio, en el valle que el franciscano fray Francisco
Vázquez llamó Zalcoatitlán.
Se había solicitado autorización a la Real
Audiencia para cambiar de sitio y la villa logró el permiso formal en 1545
–algunos pobladores habría ya en el nuevo lugar-, lo que fue informado al
emperador en carta de julio de ese año por la audiencia. Seguramente lo que
apuró el cambio fue la visita que en 1544 había hecho el oidor Diego de Herrera a la villa, en camino hacia
León, donde que se dio cuenta de que ya no podía mantenerse en estrechez una
capital de provincia que más parecía todavía un burgo de la conquista, sin
horizonte de progreso. Así la villa se mudó al lugar actual de la capital
salvadoreña y Ciudad Vieja fue después abandonada al irrespeto del tiempo. Hoy
constituye una formidable cantera de arqueología histórica, germen español y
mestizo de un destino omnipresente.
[Img: Ciudad Vieja, Suchitoto; fondo fotográfico ASH]
San Miguel de la Frontera y la rebelión oriental
LPG 11 de febrero de 2011 Pedro A. Escalante Arce Academia Salvadoreña de la Historia
Pasada
la fundación de San Salvador, y sobre todo terminada la invasión al territorio
cuzcatleco, ocurrida entre diciembre de 1529 y marzo de 1530, por tropas españolas de Nicaragua al mando de
Martín Estete, enviadas por Pedrarias Dávila, lo que marcó un particular
capítulo en la primera historia de San Salvador, con la llamada guerra de
Nequepio, vino inmediatamente después la fundación de la villa de San Miguel de
la Frontera. Con esta guerra de Nequepio, San Salvador estuvo muy cerca de ser
incorporado a la demarcación nicaragüense.
Así como la sombra de Pedrarias está en la
primera y segunda fundación de San Salvador, de lo mismo se trató cuando el
establecimiento de San Miguel de la Frontera en la parte translempina
salvadoreña, que los nahuas occidentales llamaban Popocatépet y que los pueblos
nicaragüenses aparentemente en general nombraban como Menalaca, o Malalaca. A
este Popocatépet ya el ayuntamiento de
León lo consideraba prácticamente como parte integrante de su área de
influencia e incluso se tenía como frontera de conquista y poblamiento el río
Lempa. Algunos grupos de españoles nicaragüenses habían frecuentado el Popocatépet y se le tenía como parte de los territorios
recorridos por Gil González Dávila en 1525, así como fue ruta de Hernando de
Soto en 1524. Por todo ello, una vez concluida la invasión de Estete, y vuelto
Pedro de Alvarado en abril de 1530 de su tardanza procesal en México, sabedor
del peligro sucedido ordenó a su sobrino Luís de Moscoso con toda premura
sembrar jurisdicción en el Popocatépet, poner alto definitivo a las intenciones de
Pedrarias y señalar frontera entre ambas
gobernaciones.
Luís de Moscoso con el grupo armado pasó
rápido por San Salvador, cruzó raudo el Lempa y cerca del pueblo indígena de
Usulután fundó la villa de San Miguel de la Frontera, lo más probable un día de
mayo 1530 -¿el 8, día de san Miguel?-, en un sitio seguramente ya conocido de
los españoles. Allí estará la villa con Moscoso como teniente de capitán
general hasta que con motivo del viaje al Perú de Pedro de Alvarado se despobló
(1533-1534), al tomar sus escasos habitantes la ruta del sur -en realidad
solamente hombres, ya que era todavía un verdadero campamento militar-.
Fue en 1535 que la villa se volvió a establecer,
el 15 de abril, en el mismo sitio usuluteco, por el grupo dirigido por
Cristóbal de la Cueva. El traslado al lugar actual de la moderna San Miguel
sucederá alrededor de 1586, ya para
entonces con título de ciudad, hoy perdido, y según el historiador Jorge Lardé
y Larín concedido por 1574. Ese 1586, un
incendio había destruido la ciudad, incluso el convento de la Veracruz de los
frailes franciscanos, según lo relata el cronista Antonio de Ciudad Real al
describir la ruta centroamericana de fray Alonso Ponce de León, en 1586,
comisario franciscano de Nueva España. Del segundo establecimiento se conserva
el acta fundacional, la única existente de una ciudad hispano-salvadoreña,
incluida en el juicio de residencia que se le siguió a De la Cueva. La primera
iglesia migueleña fue puesta bajo la advocación de Nuestra Señora de la
Victoria.
El nacimiento de San Miguel de la Frontera
no fue fácil. En esos años varias rebeldías indígenas se centraban en los
llamados peñoles, montes peñascosos en donde los naturales se defendían a
ultranza, usualmente con asedios prolongados por parte de los españoles. El más
famoso acaso fue el peñol de Cinacantan, cerca del pueblo de Tamanique,
probablemente en 1528, documentado en probanzas de méritos de pobladores de la
villa de San Salvador. Sin embargo fue
en el oriente translempino donde se dio con más frecuencia el peñol en rebeldía
con sus defensores atrincherados en lo escarpado de los montes. Ya cuando el
inicio de la invasión de Martín Estete, el teniente de capitán general en San
Salvador, Diego de Rojas, fue sorprendido por los nicaragüenses cuando ponía
asedio al peñol de Ucelutlán, en algún lugar de las estribaciones del volcán.
Los indígenas del Popocatépet se distinguieron por aguerridos y algunos
estuvieron “empeñolados” varias veces. En 1533, mientras Pedro de Alvarado
estaba en el golfo de Fonseca con su flota anclada para la expedición al Perú,
frente a la caleta del embarcadero de Amapala (hoy Pueblo Viejo, La Unión),
bullía la lucha en un peñol cuyo nombre no consta, pero al cual tuvo que acudir
el mismo gobernador Alvarado para domeñar a los indígenas.
A finales de 1536 comenzó el
levantamiento general del sur de
Honduras, iniciado en el peñol de Cerquín por Lempira (personaje
documentalmente histórico), movimiento rebelde que puso en peligro inminente a
San Miguel de la Frontera, recién vuelto a establecer. Todos los españoles que
se encontraban en los pueblos dados en repartimiento (la primera encomienda de
servicios y tributo), fueron muertos y los habitantes de la villa pudieron
salvarse por la defensa que comandó el teniente de gobernador Avilés de
Sotomayor, además de fuerzas que llegaron de San Salvador al mando de capitán
Antonio de Quintanilla (marzo de 1537). El alzamiento de Lempira fue dominado
hasta principios de 1539. Todo esto exacerbó el tráfico de esclavos indígenas
tomados en guerra, lo que fue permitido hasta que lo prohibieron las Leyes
Nuevas de 1542, al grado de que el oriente salvadoreño, las islas pobladas del
golfo de Fonseca (Conchagua y Meanguera, llamadas islas de la Petronila) y el
occidente nicaragüense fueron el centro del comercio esclavista que se realizó
con Panamá y Perú.
Todavía después de 1542 las rebeldías en
peñoles siguieron frecuentes. Como lugares de guerras en el Popocatépet se
mencionan los peñoles alzados de Acuentlán, Guaranitique, Chilanga y Guayolo.
Todavía en 1547 consta documentalmente un peñol rebelde al que acudió personalmente
el presidente de la Real Audiencia, Alonso Maldonado, que en esos días se dirigía
hacia Nicaragua. Fue uno de los últimos levantamientos del oriente salvadoreño
en el siglo XVI, el cual presentó siempre una heroica resistencia ante los
europeos.
[Img: Grabado de la Parroquia de San Miguel, sXIX; fondo fotográfico ASH]
Tlaxcala en Centro América
LPG 4 de febrero de 2011 Pedro A. Escalante Arce Academia Salvadoreña de la Historia
No
sólo europeos fueron los protagonistas de las invasiones y conquistas en las
tierras pertenecientes a los grupos indígenas americanos, en verdad sin la
ayuda de grupos aborígenes disidentes que buscaban librarse del dominio
ejercido sobre ellos por otros pueblos vernáculos, o por francas razones de
supervivencia, hubiera muy difícil a los españoles afianzar en poco tiempo su
presencia en estos horizontes, donde las culturas originarias habían llegado,
muchas veces, a extraordinarios niveles de civilización propia y oponían
heroica resistencia. En las tierras salvadoreñas las batallas más conocidas
fueron las de Acajutla y Tacuzcalco (junio de 1524) y en ellas participó el
contingente armado de auxiliares que Pedro de Alvarado trajo desde México, en
el cual se distinguían los hombres de Tlaxcala
Hernán Cortés entró a la cabecera tlaxcalteca
el 23 de septiembre de 1519, cuando iba rumbo a Tenochtitlan. La población
estaba compuesta por cuatro sedes de señoríos que compartían el poder, Tizatlán,
Tepeticpac, Ocotelulco y Quiahuiztlán. En el primero señoreaba el señor
Xicoténcatl, quien se manifestó amistoso con los extranjeros y en su residencia
se selló una amistad. No sólo era para poner paz ante un ejército temeroso,
sino porque los tlaxcaltecas vieron en los españoles aliados para combatir a
sus enemigos mortales, los aztecas. Y será precisamente gracias al decidido
apoyo tlaxcalteca que los castellanos podrán tomar la capital tenochca en
agosto de 1521.
En adelante los tlaxcaltecas estarán
presentes en muchos hechos de guerra en el siglo XVI, como los más fieles
compañeros de los castellanos, mientras la ciudad de Tlaxcala recibió varios
privilegios, así como sus señores y el pueblo en general. Con todas estas
consideraciones, los tlaxcaltecas fueron el pueblo mexicano de cultura nahua
que se proyectó hacia muchos lugares lejanos, como acompañantes en los viajes
de conquista y descubrimiento, además de ser pobladores en diversos sitios americanos, y lo
mismo en México, donde fueron colonizadores de varias regiones en Querétaro,
Coahuila, San Luís Potosí y Jalisco. Y fuera de México, los tlaxcaltecas
estarán en Filipinas, Florida, Santo Domingo, Perú, Centro América y en otros
lugares.
En Centro América, es una gran riqueza de
datos de crónicas y de documentación los que atestiguan su presencia, actividad
y permanencia, y como famoso testimonio pictográfico se encuentra el Lienzo de
Tlaxcala en sus dos versiones, tanto la colección de estampas proveniente de la
copia que se hizo en el siglo XIX del perdido original, conocida como versión
de Alfredo Chavero, su autor, guardada en México, así como la versión del
Lienzo depositada en la Biblioteca Hunter, de la Universidad de Glasgow
(Escocia). Estos son dibujos que se hicieron para conservar la memoria de los
hechos de Tlaxcala, en sucesos especiales del momento histórico y en hechos de
guerra, para servir de prueba ante la posteridad. La colección de estampas del
Manuscrito de Glasgow acompaña a la obra del cronista tlaxcalteco Diego Muñoz
Camargo “Descripción de la ciudad y provincia de Tlaxcala de la Nueva España e
Indias del Mar Océano, para el buen gobierno y ennoblecimiento dellas”,
redactado entre 1580 y 1584. Las diferencias entre la versión del Lienzo de
Chavero (1892), y la de Glasgow, son varias, pero la más notoria e importante,
para la historia salvadoreña en particular, es que el Lienzo mexicano termina
con las ilustraciones de luchas correspondientes a la parte de la invasión de
Pedro de Alvarado a tierras de Guatemala, mientras que las estampas de Glasgow
traen el magnífico documento pintado de la ruta de la conquista salvadoreña en
compañía de Alvarado, y otros acontecimientos aun después de su muerte, como
una estampa que corresponde a una tardía incursión a Nicaragua (¿1549?).
Sobre la cantidad de auxiliares originarios
de Tlaxcala, Tenochtitlan, Cholula, Xochimilco, Huejotzingo, y otros lugares,
que llevó Alvarado a Centro América los números varían considerablemente.
Bernal Díaz del Castillo apuntó en su “Verdadera historia de la conquista de la
Nueva España”, que eran sobre doscientos entre tlaxcaltecas y cholultecas, y
cien mexicas. Fernando de Alva Ixtlilxóchitl aumentó el número hasta veinte
mil. El testigo presencial Pedro González Nájera declaraba en 1573 que por todo
eran siete mil. El documento indígena guatemalteco Título de Otzoyá lo rebaja a
doscientos sólo para los tlaxcaltecas. No hay uniformidad en su número, pero a
no dudar fueron bastantes, que luego fueron aumentando por la llegada sucesiva
de nuevos pobladores tlaxcaltecas y sus familias, como fue le caso de los
nahuas originarios del pueblo de Quauhquechollan, que llegaron con Jorge de
Alvarado en 1528, y que dejaron el extraordinario testimonio del Lienzo de Quauhquechollan. También arribaron indígenas mexicanos con
otros capitanes españoles, tal los que acompañaron a Francisco de Montejo a
Honduras.
Los auxiliares, entre los cuales en
primera fila están los tlaxcaltecas, fueron asentados en diferentes sitios,
pues en todas las fundaciones estaba el barrio de los Mexicanos. El más importante y numeroso fue el de
Almolonga, en Santiago de Guatemala. En El Salvador quedaron tres: el de San
Salvador (Mexicanos), Sonsonate (Mexicanos), y el de San Miguel en su primera
ubicación, hoy cantón Mexicapa (Usulután). En Honduras existió el Mexicapa de
Gracias a Dios y el de Comayagua, y el caso particular del pueblo de Camasca.
La colaboración de Tlaxcala en la
conquista española debe ser analizada de conformidad con el momento histórico y
vista como la actitud de un pueblo que quiso poner esperanza de vida y
subsistencia en la incógnita de un futuro que se presentaba trágicamente oscuro
y desconcertante. Tlaxcala existía con la amenaza de sus poderosos enemigos
(aztecas) en el Anáhuac y no puede
hablarse de haberlos traicionado, porque solamente se traiciona al amigo. Lo
que vino después no fue lo que se les ofreció en un principio, pues los
privilegios prometidos disminuyeron, pero Tlaxcala fue fiel a su palabra, fiel
al pacto de honor como justo reflejo de un pueblo digno y noble.
Herencia tlaxcalteca en la cultura
salvadoreña son las coloridas alfombras de Semana Santa, que surgieron en los
barrios de auxiliares (Sonsonate).
[Img: Lienzo de Tlaxcala, escena de Cuzcatlan; fondo fotográfico ASH]
Fundación de San Salvador
LPG 28 enero de 2011 Pedro A. Escalante Arce Academia Salvadoreña de la Historia
A
los pocos meses de la primera incursión de Alvarado a Cuzcatlán, de junio de
1524, llegó a su vez el contingente
armado de Hernando de Soto, donde encontró restos de los castellanos, un
pequeño cañón abandonado y algún calzado, señal de luchas o de un abandono un
tanto precipitado, pues en realidad la segunda Carta de relación de Pedro de
Alvarado fue muy escueta en cuanto al actual El Salvador. De Soto iba enviado
por Francisco Hernández de Córdoba, después de haber éste fundado las villas de
León y Granada en Nicaragua, en nombre del gobernador de Panamá (Castilla del
Oro), Pedrarias Dávila. Hernando de Soto estaba en búsqueda de Gil González
Dávila que había desembarcado en Honduras, para disputarle Nicaragua y el Gran
lago a Pedrarias.
El viaje de Hernando de Soto hasta
Cuzcatlán, o Nequepio, como le llamaban desde Nicaragua, consta en la carta que
Pedrarias envió al emperador Carlos V en mayo de 1525, avisándole la fundación
de las ciudades nicaragüenses y el comienzo de los viajes de reconocimiento por
las costas ecuatorianas y peruanas . (Andrés Vega Bolaños, Colección Somoza,
tomo I).
La llegada del destacamento desde Nicaragua
fue la probable urgencia para que Alvarado ordenara establecer una villa en
tierras cuzcatlecas, porque muy pronto, a principios de 1525, aparece fundada
la villa de San Salvador, en algún lugar no definitivamente precisado, que los
historiadores Lardé, padre e hijo (Jorge Lardé y Larín), opinaron haber estado cerca de Cuzcatlán (Antiguo
Cuzcatlán), aunque pareciera ser lo certero el haberlo sido donde se estableció
la villa poblada en 1528 (Ciudad Vieja). En realidad el primer San Salvador en
1525 no se trató de ninguna población trazada y mucho menos con acopio de
pobladores, sino una de las villas que se erigían con un cabildo, o
ayuntamiento, nombrado de entre los mismos miembros del ejército de exploración
y conquista. Igual como sucedió con Veracruz, en 1519, con Santiago de
Guatemala en 1524, lo mismo inicialmente con León de Nicaragua y Granada, y con
tantas otras primeras fundaciones en el continente, pues lo importante era
poner las bases administrativas y políticas de la demarcación correspondiente a
cada jefe de territorios en proceso de incorporación a la Corona española, en
el caso de San Salvador para no ceder a las pretensiones de Pedrarias Dávila
sino poner piedra miliar de jurisdicción con una villa incluida en la
jurisdicción de Hernán Cortés, porque Alvarado era todavía su lugarteniente.
Sobre este San Salvador de 1525 se sabe
muy poco. Lo único que es documentalmente definitivo es que para mayo de ese
año existía la villa y que Diego de Holguín estaba allí como alcalde ordinario,
lo que consta fehacientemente en el acta de cabildo de Santiago de Guatemala,
de fecha 6 de mayo, donde no asistió Holguín por estar en la nueva villa, según
lo expresó el mismo Pedro de Alvarado en la reunión de ayuntamiento. Se trataba
de una población de frontera, en tierras donde había necesidad de una fundación
legal que cimentara pertenencia a un grupo militar con autoridad de conquista y
no dejarlo a los afanes expansionistas ajenos, en este caso los de Pedrarias
Dávila (“Libro viejo de la fundación de Guatemala”).
La villa y su emplazamiento de 1525, que
fue el fugaz del pequeño grupo, y cuyo titular habrá sido un miembro de la
familia Alvarado (¿Diego?), terminó con la rebelión de los cakchiqueles, que se
extendió entre los demás pueblos indígenas. Durante más de dos años San
Salvador ya no existió físicamente, aunque el hecho de haber sido fundada con
ayuntamiento le daba un principio de existencia legal, pero no material. Habrá
que esperar hasta 1528 para restablecerlo, cuando ya la misma Santiago de
Guatemala estará asentada permanentemente en Almolonga (desde noviembre de
1527).
Mientras
tanto, Pedro de Alvarado había partido hacia España y recibido el título de
gobernador de Guatemala y sus territorios,
en diciembre de 1527, con lo cual se independizaba de Hernán Cortés.
Pero a su regreso por Veracruz, Alvarado tuvo que permanecer en la Ciudad de
México procesado por la primera Real Audiencia mexicana. Sucedió entretanto,
que en marzo de 1528 arribó a León de Granada Pedrarias Dávila ya como
gobernador de Nicaragua, separado del mismo cargo en Panamá, y el lugarteniente
de Alvarado en Santiago de Guatemala, su propio hermano Jorge consideró
indispensable volver a ubicar a San Salvador en el muy probablemente mismo
lugar de 1525. El designado para encabezar el ejército refundador fue su primo
Diego (los Alvarado eran un clan familiar de conquista), quien había dirigido
también los entradas invasoras de guerra que se estaban realizando en tierras
cuzcatlecas e izalqueñas.
Así, el 1 de abril de 1528 tuvo lugar la
segunda fundación de San Salvador, cerca del pueblo indígena de Suchitoto, y de
otros conglomerados aborígenes , en el hoy sitio arqueológico de Ciudad Vieja,
por Diego de Alvarado y el tropa enviada desde Santiago de Guatemala. El cronista dominico fray Antonio de Remesal
escribió en su obra “Historia general de las Indias Occidentales y particular
de la Gobernación de Chiapa y Guatemala”, tomo II, el relato pormenorizado de
los sucesos de fundación del San Salvador asentado en el pequeño valle que más
adelante se llamó valle de La Bermuda, por la hacienda homónima ya documentada
a finales del siglo XVI.
Tardaron quince días en trazar la villa,
medir la plaza de Armas, dar solares a los pobladores y levantar la iglesia
dedicada a la Trinidad. El primer ayuntamiento lo formaron: Juan de Salazar y
Juan de Aguilar, alcaldes ordinarios; y como regidores Pedro Gutiérrez de
Guyñana, Santos García, Cristóbal Salvago, Sancho de Figueroa, Gaspar de
Cepeda, Francisco de Quirós y Pedro Núñez de Guzmán. Tenedor de bienes de
difuntos lo fue Bartolomé Bermúdez y Diego de Alvarado presidió la villa como
justicia mayor y teniente de capitán general. Fue el inicio de las provincias
hispano-salvadoreñas de la Corona de Castilla.
[Img: Pedro de Alvarado; fondo fotográfico ASH]
El amanecer de la presencia española
LPG 21 enero de 2011 Pedro A. Escalante Arce Academia Salvadoreña de la Historia
En
1513 Vasco Núñez de Balboa descubrió el Mar del Sur en Panamá. Muy pronto la
atención se trasladó al océano que Hernando de Magallanes en 1520 llamaría
Pacífico. Para las costas del futuro El Salvador estaba ya cerca el ingresar al
imperio de ultramar que España estaba cincelando en la historia. Pedrarias
Dávila, gobernador de Castilla del Oro, había recién fundado Nuestra Señora de
la Asunción de Panamá, a orillas del Mar del Sur, y se aprestaba a realizar los
primeros viajes de reconocimiento por el Pacífico. Sin embargo arribó al istmo
un piloto andaluz, Andrés Niño, que había firmado capitulaciones con la Corona
para ese mismo propósito, y como jefe de la expedición venía Gil González
Dávila, un protegido del obispo Juan Rodríguez de Fonseca, presidente del Real
y Supremo Consejo de Indias. A González y a Niño les tocó, después de múltiples
problemas, poner proa con tres barcos y un pequeño bergantín, desde el
archipiélago de Las Perlas, el 21 de enero de 1522, e iniciar el primer viaje trascendente de
descubrimiento por el Mar del Sur, un viaje comentado por el cronista Gonzalo
Fernández de Oviedo en la “Historia general y natural de las Indias”, y que
consta en valiosa documentación del Archivo General de Indias (Sevilla),
estudiada por los investigadores nicaragüenses Carlos Molina Argüello (“Monumenta Centroamericae Histórica”) y
Andrés Vega Bolañós (“Documentos para la historia de Nicaragua”, o Colección
Somoza).
González Dávila desembarcó en el golfo de
Nicoya y será el descubridor del Gran lago de Nicaragua, al que llamó Mar
Dulce. Andrés Niño siguió con dos barcos y entró, a mediados de 1522, al golfo que nombró Fonseca en honor
del obispo Fonseca, así como a la primera isla golfeña la bautizó Petronila,
hoy Meanguera. Recorrió todo el golfo y a la bahía de San Lorenzo (Honduras)
llamó golfete de Chorotega, nombre indígena del lugar. Probablemente la actual
punta Chiquirín fue el cabo Hermoso. Luego navegó por la costa salvadoreña y se
menciona un río como río Grande (¿el Lempa?), así como un río de Marismas (¿el
Jiboa?). Y a la parte del litoral con los acantilados entre las hoy playas del
Sunzal y Sihuapilapa, puso el evocativo nombre de Rostro Fragoso, un nombre que
perduró durante algún tiempo en las cartas geográficas. Después de haber subido
hasta el istmo de Tehuantepec, regresó Niño a Nicaragua, donde se juntó con
González Dávila y llegaron a Panamá el 5 de junio de 1523.
Sabedor de estos sucesos, y de que los
españoles de Panamá avanzaban hacia el norte centroamericano, Hernán Cortés,
quien había derrotado a los aztecas en
Tenochtitlan, decidió aumentar su jurisdicción de conquista y poner paro a las
pretensiones de Pedrarias Dávila. En diciembre de 1523 envió a uno de sus más
aguerridos capitanes, Pedro de Alvarado, con un fuerte contingente hacia Centro
América, juntamente con indígenas auxiliares mexicas y tlaxcaltecas, estos
últimos los más numerosos y confiables, por la alianza que se había hecho con
este pueblo nahua mexicano. Mientras por mar envió a Cristóbal de Olid hacia la
costa norte hondureña. Ambas expediciones tenían el propósito de definir
demarcación y extender la autoridad cortesiana, asimismo llevaban la
instrucción de buscar la conexión interoceánica, lo cual era ya un propósito manifiesto
de la Corona. Alvarado marchó por Tehuantepec y Soconusco para entrar en
tierras de los quichés guatemaltecos en febrero de 1524. En Guatemala tuvo lugar
una sucesión de luchas contra los indígenas y arribó a la capital cakchiquel,
Iximché, o Tecpan-Quauhtemallan, en abril. Después de combatir contra los
zutuhiles, Alvarado inició, con una parte de su ejército, por el rumbo de
Itzcuintepeque, o Panatacat (Escuintla), la marcha hacia las tierras nahuas del
presente El Salvador, donde la población más importante era Cuzcatlán, que le
daba el nombre genérico a la sección situada al occidente del río Lempa,
habitada principalmente por indígenas de de etnia nahua-pipil, geografía
cislempina que los panameños y nicaragüenses llamaban Nequepio.
La ruta de la conquista salvadoreña ha
sido definida en la segunda Carta de relación de Alvarado a Cortés (28 de julio
de 1524), así como por la versión del Lienzo de Tlaxcala guardado en la
biblioteca Hunter, de la Universidad de Glasgow (Escocia), además de otros
documentos: Paxaco-Mochizalco-Acatepeque-Acajutla-Tacuzcalco-¿Tecpan
Izalco?-Miahuatan-Atehuan-Yopicalco (Opico)-Ilopango-Cuzcatlán.
Después
de cruzar el río Paxaco (Paz), a principios de junio, las tropas tuvieron la
más fiera resistencia indígena en Acajutla y Tacuzcalco. Para su viaje de
conquista por Cuzcatlán y las tierras de los Izalcos, Alvarado traía cien
españoles de a caballo, ciento cuenta de a pie, y unos cinco mil indígenas
auxiliares, entre mexicas, tlaxcaltecas y cakchiqueles que se le habían unido
en Guatemala. En la batalla de Acajutla una flecha le atravesó el muslo y lo
dejó baldado. Era junio de ese año, 1524, y cerca de mediados del mes, después
de dar vuelta al volcán, por el lado de Ilopango los españoles entraron a la
gran población de Cuzcatlán -la que, a
pesar de opiniones distintas, sólo puede localizarse históricamente en el
moderno Antiguo Cuzcatlán-, la cual fue pronto abandonada por sus moradores.
Durante diecisiete días permanecieron en Cuzcatlán y Alvarado condenó a muerte
en ausencia a los señores principales, renuentes a volver al poblado, e hizo
prisioneros que herró como esclavos de guerra. A finales del mes abandonaron la
ciudad indígena y se volvieron a Tecpan-Quauhtemallan, donde el 25 de julio
Alvarado fundó la villa de Santiago en el campamento militar, que a los días el
ayuntamiento nombrado elevó a ciudad. Para Cuzcatlán y sus comarcas fue solamente
el inicio del sometimiento.
El nombre de Atlacatl, como jefe de los
cuzcatlecos, surgió hasta en 1859, en el
cuarto tomo de la “Historia de las naciones civilizadas de México y de la
América Central”, del americanista francés Charles-Etienne Brasseur de
Bourbourg. Se considera un error de traducción del Memorial de Tecpan Atitlán,
o Anales de los Cakchiqueles.
[Img: Mapa de la costa pacífica elaborado en piel de oveja; fondo fotográfico ASH]
El papel
de la arqueología en la construcción del Estado-Nación salvadoreño
LPG 14 enero de 2011 José Heriberto Erquicia Cruz, arqueólogo Academia Salvadoreña de la Historia
La
utilización de símbolos e imágenes del pasado antiguo en las naciones no es una
novedad, basta con observar
detenidamente el fondo de nuestro documento único de identidad DUI -en donde aparece la imagen de la estructura
principal de Tazumal-, para darse
cuenta de la importancia que juega el patrimonio arqueológico prehispánico
desde El Estado, en la construcción/consolidación de la “identidad
nacional”. Podría citar otros ejemplos de monumentos de carácter histórico
como las siempre omnipresentes fachadas de iglesias “coloniales” –casi
exclusivamente del occidente y centro- de El Salvador, en toda revista
turística, directorio telefónico y otro tipo de anuncios publicitarios que
pretenden reflejar “la salvadoreñidad”.
Durante el siglo XIX, se establece la
categoría de Patrimonio Cultural, como Patrimonio histórico-artístico, esto con
el fin de proveer un cuerpo a los nuevos Estados Nacionales, quienes deberían de
fundamentarse en una base fuerte y anclada en un pasado antiguo, y en donde sus
connacionales se sintieran cohesionados por un “mito de origen” o un “pasado
glorioso”. Las instituciones del Estado legitimadoras de este pasado se
volvieron importantes, así la Escuela, los museos, el mapa como esa imagen del
territorio nacional, el censo de población y las publicaciones en revistas
periódicos y semanarios, llevaron a grandes segmentos de la población “educada”, la noción de lo que deberían
de ser como salvadoreños, buena parte de ese imaginario, fue construido basado
en las distintas expresiones culturales de las poblaciones que han habitado el
actual territorio de El Salvador.
Un pasado antiguo es primordial en la
construcción de naciones por una serie de razones como, brindar dignidad y
autoridad a la comunidad e impulsar la propia estima, además que el pasado les
proporciona modelos de nobleza y virtud para su emulación; héroes antiguos y
edades de oro entran entonces en el panteón de la nación moderna.
Como parte de
ese imaginario de nación, en El Salvador durante la presidencia de Rafael
Zaldívar, por medio de un Decreto Ejecutivo de octubre de 1883, se funda en San
Salvador el Museo Nacional del Salvador, el cual tenía como uno de sus
objetivos fomentar los intereses intelectuales de la República que eran
reclamados por el estado de la cultura del pueblo. Así, dicho
museo en una de sus áreas tendría una sección de “antigüedades”.
Del propio Reglamento del Museo de 1883, se
extrae una cita interesante, la cual prohíbe la extracción de antigüedades y
otros objetos arqueológicos del país que son propiedad de la nación. Con este
reglamento del Museo Nacional del Salvador, estaba creando desde el Estado
salvadoreño, las bases para la protección, difusión, investigación y demás del
que después se denominaría como Patrimonio Arqueológico.
Vendrían las
exploraciones de Santiago I. Barberena,
a la Gruta del Espíritu Santo en Corinto, Morazán en 1888 y las publicaciones detalladas del mismo en Los Debates (Abril 6 de 1889) y más tarde en La Quincena (Agosto 1 de 1905). Darío
González, en 1891 visita las “ruinas” de Tehuacán en el departamento de San
Vicente, con ello realiza una descripción y el primer plano de un sitio
arqueológico salvadoreño.
En los años posteriores, el Museo va ir
jugando un papel importante en la enseñanza de la historia oficial del estado
salvadoreño, es así que en Decreto Ejecutivo de 1894, se le confiere al Dr.
Santiago Ignacio Barberena –Director del Museo Nacional-, la elaboración de un
texto de Historia Patria, de historia antigua de El Salvador, el cual se decía
que era: “…una verdadera necesidad para
la enseñanza en consonancia con los adelantos y descubrimientos modernos.”
Durante la administración presidencial de
Tomás Regalado, en 1902, se hace un
nuevo aporte desde el Museo y es la creación de la Revista o Anales del
Instituto, conocida posteriormente como Anales del Museo Nacional y que
trataría todo lo relativo a los objetos exhibidos, viajes, exploraciones y
descubrimientos.
Las revistas Anales del Museo Nacional, Revista
Etnología, Arqueología y Lingüística, y la Revista del Departamento de Historia, jugarían un papel importante
en la divulgación de las exploraciones y los hallazgos arqueológicos de las
primeras tres décadas del siglo XX, fomentando el vínculo del patrimonio
cultural arqueológico a la identidad cultural de los salvadoreños.
En
las primeras décadas del siglo XX, Atilio Peccorini, visitaba y describía el
sitio de Quelepa en San Miguel. Jorge Lardé, recorría el territorio nacional y
describía la zona arqueológica de Chalchuapa, además publicaba en 1926, su
lista provisional de lugares arqueológicos de El Salvador, la cual un año
después sería ampliada por el norteamericano Samuel K. Lothrop. En esa misma
época Lardé, escribe sobre el hallazgo en San Salvador de los restos de una
civilización Pre-Máyica, mostrando una secuencia cronológica para El Salvador,
cuyas civilizaciones describe desde la más antigua como: arcaica, maya y la
pipil.
Las
primeras excavaciones arqueológicas realizadas en El Salvador con presupuesto
del Estado salvadoreño se llevaron a cabo en 1929, por parte de Antonio Sol,
jefe del Departamento de Historia, en el sitio Cihuatán, las cuales pusieron al
descubierto, la pirámide principal, estructuras y otros rasgos arqueológicos.
Ese mismo departamento de historia realizaba Exploraciones Arqueológicas entre
1928 y 1930, visitando sitios como Tehuacán en San Vicente, Quelepa en San
miguel y Cihuatán en San Salvador, ha este último Sol se refiere como una
ciudad antigua de arqueología estrictamente cuscatleca.
La década de 1920, parece ser clave en
apostarle a la investigación arqueológica y la creación del “mito de origen”
-como se pretendió con el invento y la imagen Atlacatl-, mucho tendrían que ver
las corrientes posrevolucionarias que llegaban de México después de la
revolución Mexicana de 1910; éstas querían reivindicar un pasado prehispánico
glorioso, en el que la arqueología juega un papel legitimador a través de los
discursos, con los nuevos hallazgos se va configurando la idea de una identidad
prístina, que aunque con relaciones de parentesco con las demás naciones vecinas,
trata de verlas como una identidad cultural única, autóctona, salvadoreña.
Los gobernantes salvadoreños, elites
políticas e intelectuales, se dieron a la tarea de formular una nación, que
estuviera acorde de las demás naciones “civilizadas” del concierto mundial; sin
duda los ideales liberales de éstos, hicieron su trabajo en los discursos
civilizatorios y de progreso, los cuales veían a los indígenas como gente
atrasada a la que había que colocar en el “camino correcto”.
Contradictoriamente buscaban héroes indígenas, pero en el pasado prehispánico,
y asumían que los que elaboraron los grandes centros urbanos, habían dejado su
huella únicamente en los restos materiales, pero su conocimiento no continuaba
con los habitantes indígenas de ese presente.
[Img: Samuel Lothrop y Jorge Lardé, corte estrastigrafico en San Jacinto 1926; fondo fotográfico ASH]
Retos de la arqueología en el Bicentenario: visibilizar el legado indígena de El Salvador
El Salvador de hoy no es solamente producto de la período colonial y eventos posteriores, como lo sostienen algunos historiadores, también es producto de más de 2000 años de historia prehispánica que no ha sido reconocida por los primeros. Imaginamos un indígena con penacho elevado, un caracol en la mano izquierda y en la otra el arco y flecha que destrozaron la pierna de Pedro de Alvarado mientras cabalgaba en su gesta de conquista. La tradición nacional nos ha dado un héroe legendario, un héroe que no existió.
Atlacatl ha visto su límite como héroe nacional. El Salvador ha de reconocer su pasado indígena a través de la investigación y la documentación arqueológica. Sin embargo, la incipiente arqueología nacional está en pañales; sólo hay una casa de estudios superiores que ofrece una carrera a nivel de licenciatura y las publicaciones académicas son escasas. Podemos decir que la arqueología nacional está buscando su propia identidad a través de algunos esfuerzos institucionales, y en su mayoría a través de esfuerzos individuales.
Las esculturas del estilo Cabeza de Jaguar y la identidad nacional.
Más de 45 esculturas prehispánicas del estilo Cabeza de Jaguar que proceden de los actuales Departamentos de Sonsonate, Santa Ana y Ahuachapán, prometen ponernos a pensar en los antiguos pobladores del occidente de El Salvador. Dichos monumentos habrían sido esculpidos hacia los inicios de la civilización Maya (antes de que surgieran los grandes centros ceremoniales de Tikal y Copán, pero contemporáneos a los desarrollos de Kaminaljuyu en las tierras altas de Guatemala y a la cuenca del Mirador en las tierras bajas de Petén).
El reto de la arqueología nacional reside en investigar a las sociedades que crearon estos centros ceremoniales, acompañándolos con monumentos llenos de significados mágicos y religiosos que a su vez respondían a principios de organización social y política. ¿Cuántos asentamientos humanos coexistieron en el momento en que las cabezas de jaguar eran un símbolo importante para el occidente de El Salvador? La respuesta es más complicada que la pregunta y comenzar a contestarla pasa por un esfuerzo de investigación sostenido. ¿Podemos asumir que todos los monumentos del estilo Cabeza de Jaguar fueron tallados en la misma época, o se trata de una tradición de larga duración?, ¿existe alguna conexión simbólica entre el disco jaguar de Cara Sucia y los más de 45 ejemplares registrados en el occidente del país? Algunas de estas preguntas comienzan a tener respuesta.
Los hallazgos recientes en la sierra Apaneca-Ilamatepec, en el municipio de Ataco, Ahuachapán demuestran que las cabezas de jaguar eran esculturas encomendadas por líderes locales a talladores expertos. Según los hallazgos, estos monumentos podían ser usados como ofrendas funerarias en las tumbas de otros personajes importantes de la sociedad, a veces mucho tiempo después de su elaboración original. Una tumba excavada en Ataco por la Alcaldía Municipal, antes del año 2006, reveló una ofrenda funeraria de alrededor de 12 piezas esculpidas. Entre ellas, tres monumentos del estilo Cabeza de Jaguar y una estela tallada con la figura de un gobernante que va de pie sobre una banda celestial.
Las cabezas de jaguar del occidente de El Salvador son monumentos esculpidos que simbolizan el mito de origen de los antiguos pobladores de esta región. Los mitos de origen son las semillas de la identidad local. Constituyen, pues, símbolos que identifican a una comunidad con su territorio; con un paisaje que es creado y apropiado por la imaginación colectiva.
Es importante para la conciencia colectiva del salvadoreño (a doscientos años de la independencia de España), percatarnos que los monumentos del estilo Cabeza de Jaguar aparecen densamente distribuidos en los territorios del occidente de El Salvador, y en contraste son escasos o nulos en los actuales territorios de México, Guatemala, y Honduras.
Retos y advertencias. Reconociendo fronteras culturales y territorio.
Cuando el arqueólogo habla de fronteras culturales y territorios de ayer, se enfrenta a retos importantes en el mundo actual. Por lo tanto, conviene advertir que los datos arqueológicos que nos revelan una frontera cultural durante la ultima parte del período Preclásico (600 AC- 250 DC), a través de la distribución de las cabezas de jaguar del occidente de El Salvador, podrían revelarnos un mapa diferente para el período Clásico Tardío (600 DC- 1100 DC) cuando el río Paz no actuaba como frontera; y otro más para el período Postclásico (1200 DC-1524 DC), donde los asentamientos indígenas de habla nahuat, si bien perfilan en buena medida los territorios coloniales, también sufren severas modificaciones en los siglos del dominio colonial.
Existe la necesidad de reconocer la contribución de los pueblos originarios a la identidad nacional. Dicha identidad no es empero estática, sino dinámica, y se construye a través del esfuerzo colectivo de la memoria y la puesta en valor de dichas contribuciones. Con este propósito en mente, el arqueólogo nacional debe enfrentar el reto de documentar y difundir los hallazgos.
[Img: Descubrimiento in situ de "cabeza de jaguar", cortesía de Federico Umaña]
La Costa del Bálsamo y su paisaje cultural
LPG 24 de diciembre de 2010 Marlon Escamilla, arqueólogo Universidad de Vanderbilt
Ubicada en el sector sur-oeste del actual territorio salvadoreño, la Cordillera del Bálsamo conforma una espectacular barrera natural que interactúa con el océano Pacífico y los valles internos. Una de sus principales características geomorfológicas son las impresionantes lengüetas que descienden desde una altura aproximada de 1500 metros hasta el nivel del mar, formando extraordinarios riscos y angostos valles. Este paisaje natural fue el que cautivó a diferentes grupos culturales en el pasado.
Ephraim George Squier, en la visita que realizó por Centro América durante el año de 1853, describió la Costa del Bálsamo como una zona en la cual los indígenas se encontraban casi totalmente aislados permitiendo la conservación de su lengua - el antiguo Nahuat o Mexicano - sus costumbres y sus antiguos rituales. Squier puntualiza que la conservación de estas tradiciones culturales es el producto del difícil acceso de la zona y de la hostilidad de los indígenas. Por lo general, menciona Squier, estos asentamientos se encuentran ubicados en las partes altas de los cerros los cuales se encuentran paralelos bajando hacia la costa. Muchas preguntas intrigantes emergen al leer la descripción de Squier: ¿quiénes eran los grupos indígenas que observó?, ¿qué afiliación cultural tenían?, ¿`por qué se asentaron en este particular paisaje? En base a la mención del Nahuat como lengua utilizada y a la toponimia de diversos pueblos y asentamientos se puede inferir que la zona estaba poblada por grupos de afiliación Nahua.
Desde el Altiplano Central mexicano hasta tierras centroamericanas, los Nahua-Pipil protagonizaron masivos movimientos migratorios durante el Clásico Tardío y el Postclásico. Aunque es difícil establecer una fecha exacta de la llegada de los Pipiles a Centroamérica, existe evidencia lingüística, histórica y arqueológica que indica una fuerte migración Pipil durante el Postclásico Temprano (900-1200 DC), (Fowler, 1989). Una de las características más relevantes de los asentamientos de la Fase Guazapa, descrita por Fowler para el Postclásico Temprano, es la ubicación y la arquitectura estratégicamente defensiva. Por lo general estas características defensivas eran aprovechadas por las sociedades Nahuas a través de procesos de apropiación del paisaje natural de ciertos rasgos geomorfológicos transformándolos en paisajes culturales.
Actualmente el Departamento de Arqueología de la Secretaria de Cultura cuenta con un inventario aproximado de más de 25 sitios arqueológicos registrados en la Cordillera del Bálsamo. Aunque se han desarrollado importantes proyectos de investigación arqueológica en el pasado en algunos sectores puntuales de la cordillera (Fowler 1989, Amaroli 1986, 1992, Escamilla 1999, Revene 2007, Méndez 2007, Gallardo 2009), ésta aún constituye una zona poco explorada. En base a lo anterior, la Cordillera del Bálsamo, hasta cierto punto, puede ser considerada como una zona prístina para la investigación arqueológica potencializando la ubicación de sitios arqueológicos no registrados.
Recientes investigaciones arqueológicas (Escamilla 2010) en el área de la Cordillera han permitido la identificación y el registro de sitios arqueológicos de afiliación Nahua-Pipil del Postclásico Temprano (900-1200 DC). En su mayoría estos sitios prehispánicos son pequeños asentamientos que muestran una arquitectura y un patrón de asentamiento estratégicamente defensivos, conformado por montículos bajos, pequeñas plazas, plataformas y posibles puestos de vigilancia (Figs. 4, 5, 6 y 7). Aunque la investigación arqueológica en estos sitios es todavía mínima, se puede inferir que el uso de estos espacios pudo estar asociado a contextos domésticos, cívico-ceremoniales y de control. Referente a la geomorfología, estos sitios se encuentran ubicados en las partes altas de las lengüetas aprovechando al máximo la altura y lo angosto del área.
Actualmente existen dos posibles interpretaciones por las cuales los Nahua-Pipiles construyeron sus asentamientos en la Costa del Bálsamo. Por un lado, la cordillera ofrece características topográficas que pudieron ser explotadas desde una perspectiva militarista, adoptando lugares estratégicamente defensivos cuyas características hacen suponer una actividad socio- política hostil en la cual los Nahua-Pipiles establecieron sus prácticas culturales. Por otro lado, es posible que estos asentamientos fueran construidos en el pasado por grupos culturales que no solamente aprovecharon los recursos ambientales y topográficos que la zona ofrece, sino también se beneficiaron de posibles recursos simbólicos que el paisaje local les ofreció. Probablemente la apropiación y modificación de este tipo de paisaje de altura esté asociada a una emulación simbólica de los Nahua-Pipiles con relación a su lugar de origen, el Altiplano Central mexicano, con el objetivo de preservar su identidad y desarrollar prácticas culturales que los diferenciaran de los demás grupos contemporáneos a ellos. El paisaje cultural de la Costa del Bálsamo durante el Postclásico Temprano refleja una complejidad social relacionada a la adopción de lugares tanto estratégicamente defensivos como simbólicos. Aún existen muchas preguntas por responder en relación al paisaje cultural de los Nahua-Pipiles en la Cordillera del Bálsamo.
Por lo tanto, el desarrollo del Proyecto Arqueológico Cordillera del Bálsamo constituye una oportunidad de ampliar el conocimiento sobre las primeras oleadas migratorias de Nahua-Pipiles durante el Postclásico Temprano, desde una perspectiva del paisaje cultural. Dicha perspectiva intenta abrir nuevas corrientes de interpretación que permitan interrelacionar lo material, lo social y lo ideológico en relación a la apropiación de espacios y paisajes.
La antropología, a través de la arqueología, ofrece la oportunidad de explorar el pasado con el objetivo de reconstruir aspectos culturales como formas de vida, prácticas sociales, percepción del entorno y apropiaciones del espacio y el paisaje entre otros. El concepto de paisaje es interpretado como el producto de diversos factores sociales y de agencia humana. A diferencia de la percepción del paisaje como un rasgo natural, la arqueología del paisaje interpreta al paisaje mismo como una construcción cultural. El enfoque teórico de la arqueología del paisaje se basa en la idea que los seres humanos construyen y transforman su medio ambiente de una manera fundamental. Estas manifestaciones de adopción y transformación del paisaje, en algunos casos, son el producto de procesos migratorios y de apropiaciones simbólicas de lugares y espacios deseados. Probablemente la Cordillera del Bálsamo fue interpretada por los grupos migratorios Nahua-Pipiles como el lugar idóneo para el desarrollo de apropiaciones simbólicas como parte de un proceso de emulación con la finalidad de conservar prácticas culturales identitarias.
[Img: Vista general de la Cordillera del Bálsamo, cortesía de Marlon Escamilla]
Joya de Cerén, Patrimonio de la Humanidad
LPG 17 de diciembre de 2010 Payson Sheets, arqueólogo Universidad de Colorado
El sitio arqueológico Joya de Cerén posee la categoría de Patrimonio de la Humanidad desde 1993, por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco). Se trata del asentamiento de una comunidad que vivió en el valle de Zapotitán alrededor del año 600 d.C., luego que éste se recuperara de la más grande erupción registrada en Centroamérica, la del volcán Ilopango. Tuvo que pasar por lo menos medio siglo para que se diera la readecuación de los suelos y del medio ambiente a fin de propiciar de nuevo una forma adecuada de vida.
Cuando las actividades económicas, sociales y culturales se desarrollaban en Joya de Cerén, una nueva erupción destruyó la zona, la de la caldera volcánica Loma Caldera, ubicado muy cerca, en el mismo valle. Esta súbita erupción permitió que el sitio fuera conservado por catorce siglos hasta hoy en día, al cubrirlo con varias capas de cenizas que llegaron a casi a los 5 metros de altura. Este evento propició que Joya de Cerén fuera sellado en una ‘cápsula de tiempo’, hasta ser descubierto en 1978 por arqueólogos de la Universidad de Colorado, en jurisdicción de San Juan Opico. Las investigaciones identificaron cinco grandes áreas de actividad: residencias privadas, un área pública, un baño de vapor (temascal), un complejo religioso y zonas agrícolas. Trabajos recientes señalan que la población perteneció a la etnia maya, conclusión debida al estudio de los bienes encontrados y a la arquitectura.
Las excavaciones en cuatro residencias permitieron identificar tres estructuras asociadas: un dormitorio, una bodega y una cocina. Esta forma fue muy característica en la zona del valle de Copán durante el periodo cultural Clásico medio (200-600 d.C.), práctica aún visible en la tradición de la etnia Chorti maya. El sistema constructivo era de bajareque, el cual es muy resistente a los terremotos; sin embargo las estructuras religiosas no poseen este sistema. El área pública era una plaza hecha de arcilla endurecida, donde se presume tuvieron lugar demostraciones colectivas, área asociada a un edificio también de probable uso común.
Cada familia, según las investigaciones, poseía cerca de setenta artefactos cerámicos domésticos, entre ellos un incensario para quemar copal con finalidades religiosas de invocación a los dioses y a los espíritus de los ancestros. La mayoría de los objetos de cerámica eran utilizados para cocinar o para almacenar alimentos. La cantidad de estos bienes en una familia eran indicador de un adecuado nivel de vida. Una de las variedades de cerámica localizada es la llamada Copador, fabricada en el valle de Copán, Honduras Es polícroma y con diseño elegante.
El complejo religioso de Joya de Cerén se encuentra a orillas del rio Sucio. Por los indicios se puede inferir que la fachada poseía un color blanco con decoración roja. De igual forma, por los artefactos y las ofrendas encontradas en uno de los dos edificios, se presume que al momento de la erupción del Loma Caldera se estaban realizando los preparativos de una ceremonia religiosa de agradecimiento por la cosecha del maíz. Los objetos encontrados son una hoja de obsidiana, así como pigmentos de achiote, un tocado de cráneo de venado, pintado de rojo con blanco, y un cordón para sujetarlo. Estos mismos elementos son actualmente usados en las zonas mayas, por lo que es dable pensar que durante la erupción volcánica se estaban realizando preparativos para rituales, en lo que incide, además, como algo particular y significativo, que el maíz ya estaba maduro.
El baño de vapor tenía una función colectiva para diez personas en común. Es mucho más grande que los construidos por los mayas tradicionales de Guatemala. Tiene un fogón al centro y después de encenderlo y calentarlo, vertían agua para producir vapor en el interior. El uso de este baño suponía limpieza física y espiritual, según los usos tradicionales prehispánicos.
De las zonas agrícolas en Joya de Cerén la más común es la milpa de maíz que rodeaba cada casa. Las investigaciones posteriores al año 2005 descubrieron que el maíz habría madurado en el campo y era el tiempo de plantar frijoles. Esto confirma que la erupción de Loma Caldera debió ocurrir en medio de la estación lluviosa, probablemente en agosto.
En un jardín de cocina se encontró una variedad de plantas entre ellas malanga, yuca y piñuela. En otro se localizaron los evidencias de sesenta y cuatro planta de maguey, los que se supone satisfacían las necesidades de fibra para la comunidad entera. Otras plantas descubiertas son frijoles, chiles, cacao, algodón, nance y varias más. El cultivo de la yuca se realizó en las afueras del área de habitación; además se encontró un arbusto de chichipince, usado en la farmacopea indígena por sus propiedades antibacterianas en las heridas de la piel, además de otras virtudes benéficas.
Se infiere que en el valle de Zapotitán existieron varios centros de comercio, posiblemente una docena, lo que significa que un habitante podía decidir donde hacer el intercambio de productos y que estos competían con los traídos de otros lugares, lo cual puede demostrar una ausencia de imposición de élites. Entre los objetos encontrados para comerciar en los mercados están los elaborados en jade, procedentes del valle del río Motagua, Guatemala, los cuales parecen haber sido los más costosos de los que circulaban en el valle. Sin embargo cada familia en Joya de Cerén poseía uno. La fuente de este producto natural es la sierra de Minas. Es probable que los mismos mercaderes que transportaban los artefactos de jade llevaran las cerámicas Copador al valle de Zapotitán.
Otro producto que fue necesario en los mercados y en la vida de las familias fue la obsidiana, vidrio volcánico llevado principalmente de Ixtepeque, en Guatemala. Cada familia de Joya de Cerén tuvo al menos una docena de cuchillos y raspadores de este vidrio, instrumentos que no pudieron ser fabricados dentro del asentamiento, porque era necesario la presencia de un tallador lítico diestro de obsidiana.
[Img: Estructura de sitio Joya de Cerén, Opico, La Libertad; fondo fotográfico ASH]
El arte rupestre en El Salvador
LPG 10 de diciembre de 2010 Marcelo Perdomo Barraza, arqueólogo Academia Salvadoreña de la Historia
Gracias a los diversos instrumentos dejados por los grupos sociales del pasado, las investigaciones arqueológicas en El Salvador demuestran que éstos habitaron hace aproximadamente 10,000 años; de igual forma existen otras evidencias que nos hablan de su presencia más temprana en el tiempo, éstas son las manifestaciones gráfico rupestres o el arte rupestre.
El arte rupestre es la representación de imágenes y símbolos pintados (pictogramas) y grabados en piedra (petrograbados), que en ocasiones se combinan. Este arte se encuentra en rocas, paredes de cuevas, paredones. Las imágenes pueden ser representaciones de animales, personas, manos, vegetación, astros; así como líneas, espirales, puntos, círculos. En las manifestaciones pintadas se observan colorantes rojos, amarillos, verdes, morados, los cuales fueron extraídos de rocas –como las que se observan en Chalatenango-, junto con adhesivos naturales, tal la sábila. El sitio rupestre cueva del Espíritu Santo, en Corinto (departamento de Morazán), es el más representativo en esta categoría cultural.
Las manifestaciones grabadas -generadas por percusión, incisión, raspado y rayado-, fueron elaboradas con instrumentos naturales como astas de venados o rocas afiladas. De esta categoría, el sitio rupestre Igualtepeque en el lago de Güija, Metapán (dep. Santa Ana) es la mejor representación. En muchos casos, no es posible establecer la fecha de creación de todas estas manifestaciones.
En el territorio salvadoreño se registran cerca de 700 sitios arqueológicos que abarcan sitios rupestres, prehispánicos ceremoniales y domésticos, históricos, subacuáticos y otros. Dentro de los cuales 60 sitios corresponden a manifestaciones rupestres. La información que se posee en muchos casos es básica, pero se incentiva su mejor conocimiento.
Estos sitios rupestres se ubican en las tres grandes áreas en el territorio salvadoreño: montaña, valle y costa. Así los encontramos en La Montañona y en la cueva del Ermitaño, ambas en el departamento de Chalatenango; asimismo la cueva del Espíritu Santo (dep. Morazán) y la isla de Igualtepeque (dep. Santa Ana); lo mismo la Piedra Herrada (dep. La Unión) y el sitio Titihuapa (dep. San Vicente), entre otros.
En El Salvador, las investigaciones en la temática rupestre se iniciaron formalmente hacia finales del siglo XIX. La referencia más temprana que existe acerca de un sitio rupestre es de 1888, con Santiago Ignacio Barberena en la gruta del Espíritu Santo. En 1913, Atilio Peccorini publicó el artículo “Algunos datos sobre la arqueología de la República de El Salvador” donde hace relación de una cueva ubicada en Cabañas, que parece ser el sitio rupestre de Titihuapa, que Rodolfo Barón Castro en 1942 menciona en el libro “La Población de El Salvador”. Remberto Galicia, en “Petrograbados en una gruta a orilla del río Torola” hace una referencia descriptiva del sitio La Labranza, ubicado en el departamento de Morazán.
El arqueólogo alemán Wolfgang Haberland, del Museo Etnológico de Hamburgo, Alemania, en 1954 publicó “Apuntes sobre petrograbados en El Salvador” que recopila información y datos científicos de diferentes sitios rupestres como los petrograbados del río Titihuapa (dep. San Vicente) y los de la cueva del Toro (dep. Usulután), asimismo los que figuran en la cueva del cerro El Carbón y los llamados Fierros de Guatajiagua, ambos en el departamento de Morazán, y los pictograbados de Sigüenza (dep. Cuscatlán), además de la piedra de La Luna, en el lago de Güija. En 1959, Tomás Fidias Jiménez publicó “Reflexiones sobre las inscripciones hundidas en el lago de Güija”
La década de los años 60 constituyó una intensa época de investigación rupestre. El Museo Nacional “Dr. David J. Guzmán” desarrolló varios proyectos de investigación en sitios, como Igualtepeque en Güija, La Pintada en San José Villanueva y Piedra Herrada en Comasagua, ambos pertenecientes al departamento de La Libertad, por igual en Titihuapa (dep. San Vicente) y otros.
La guerra civil 1980-1992 restringió la investigación científica en muchas áreas, incluyendo la temática rupestre. Esto generó poco material documental y limitaciones en los viajes de campo, principalmente a las zonas conflictivas.
Sin embargo, las investigaciones rupestres continuaron hacia finales de la década de los años 90 con la arqueóloga francesa Elisenda Coladán, quien generó dos informes, “Pinturas rupestres e industrias líticas lasqueadas del oriente de El Salvador” y “Nuevos datos sobre el arte rupestre de El Salvador”, donde hace referencia a varios sitios rupestres en Morazán, San Vicente, La Paz y Chalatenango. De igual forma, el arqueólogo Marlon Escamilla desarrolló una investigación en el sitio Piedra Herrada (dep. La Libertad).
A inicios del nuevo siglo, año 2005, la Misión Arqueológica Franco-Salvadoreña desarrolló el proyecto “Investigaciones arqueológicas en la zona de Titihuapa, departamentos de San Vicente y Cabañas” con registro y levantamiento fotográfico de los grabados á g i n a.del sitio La Pintada en Titihuapa –lo cual ha sido expuesto en diversos eventos regionales-. Además se investigó posteriormente el sitio cueva de Los Fierros, en Cabañas.
Finalmente, en un esfuerzo por continuar las investigaciones rupestres en el país, en el año 2008, en coordinación con el Departamento de Arqueología de la Secretaría de Cultura de la Presidencia y la Escuela de Antropología de la Universidad Tecnológica de El Salvador se desarrolló el “Proyecto Arte Rupestre de El Salvador (PARES)”, con lo que se logro el inicio del registro científico de sitios arqueológicos con manifestaciones gráfico rupestres en las diferentes regiones que conforman el territorio salvadoreño. El equipo fue coordinado por el arqueólogo Marlon Escamilla y participaron la antropóloga Marielba Herrera y los arqueólogos Julio Alvarado, Diego González, Hugo Chávez y Marcelo Perdomo Barraza.
Durante 120 años de investigación del arte rupestre salvadoreño, se han obtenido datos que permiten acercarse a un mejor conocimiento de los grupos sociales que lo crearon, así como se pueden observar valores culturales, artísticos y otros. Esta valorización nos pone frente al rumbo que debemos tomar –como investigadores sociales y como sociedad misma- y la atención que merece para la protección, investigación y conservación como documentos de nuestra primera historia, lo que consta en la Ley Especial de Protección al Patrimonio Cultural de El Salvador, vigente desde 1993, con su respectivo reglamento; de igual forma como existen diversos convenios e instituciones internacionales que trabajan en la salvaguarda, difusión y valoración del arte rupestre.
[Img: Roca con grabados, Lago de Güija, Santa Ana; cortesía de Marcelo Perdomo]
Un recorrido por el Bicentenario
LPG 3 de diciembre de 2010 José Heriberto Erquicia Cruz, arqueólogo Academia Salvadoreña de la Historia
Durante todo un año de noviembre 2010 a noviembre de 2011, en este espacio concedido por la Prensa Gráfica, se desarrollará un recorrido por los diferentes períodos de la historia antigua, colonial, republicana y contemporánea del actual territorio de El Salvador; enfocándose principalmente en ese momento de antes durante y después de los movimientos emancipadores de la Centroamérica del siglo XIX.
Desde el marco del Bicentenario, se pretende brindar a los salvadoreños, una“capsula semanal” de historia de nuestro país. Más allá de ello, se intenta incentivar entre los lectores a la reflexión sobre diversos temas, que no solamente busquen rememorar las fechas de la efeméride; más bien sea un espacio de aprendizaje, comprensión y divulgación de la misma historia de El Salvador.
Dicha reflexión, estaría encaminada a preguntarnos, quiénes somos los salvadoreños luego de doscientos años de ese primer movimiento emancipador, cómo hemos construido nuestras identidades, nacional, local, regional, étnica, política, religiosa, de migrante y otras. Esta actividad reflexiva, también debería de encauzarse en buscar en la actualidad la inclusión de todos los habitantes de El Salvador, en las diversas áreas del desarrollo y en el aprendizaje de los traspiés y experiencias del pasado. Las temáticas serán desarrolladas por especialistas y colaboradores de distintas instituciones académicas y con estrechos vínculos con la Academia Salvadoreña de la Historia.
Así, luego de haber presentado tres entregas sobre el 5 de noviembre de 1811, el gobierno insurgente y la posterior pacificación; daremos cabida a los períodos prehispánicos, que vivió el actual territorio salvadoreño. Llevándoles por un recorrido a partir del abordaje de los sitios con manifestaciones gráfico rupestres los cuales se encuentran diseminados por todo el territorio nacional; luego conoceremos de cerca las esculturas de estilo Cabeza de Jaguar del occidente de El Salvador. Tendremos un acercamiento, al hasta ahora, único sitio Patrimonio Cultural de la Humanidad, declarado por la UNESCO, con que cuenta el país, Joya de Cerén; así como conoceremos el paisaje culturalde los antiguos habitantes pipiles en la Cordillera del Bálsamo; para finalizar con el papel fundamental que jugó la arqueología en el inicio de la construcción del Estado-Nación salvadoreño. En seguida, se emprenderá una descripción de los viajes de descubrimiento de las hoy costas salvadoreñas; Alvarado, los acompañantes tlaxcaltecas y la conquista de Cuscatlán, y la férrea defensa de pipiles y lencas acaecida en los Peñoles. La fundación de la villa de San Salvador de 1528, hoy el sitio de Ciudad Vieja, los nahuas pipiles en el momento del contacto, la fundación de San Miguel de la Frontera y la Trinidad de Sonsonate.
Por su parte, la economía de las primeras décadas de la colonia, con la cosecha y comercialización del cacao, el bálsamo y su proceso de extracción, la complejatenencia de la tierra y los puertos de gran importancia para el comercio de las provincias del Reino de Guatemala. Siguiendo con la producción de la provincia de San Salvador y Sonsonate, se abordará el casi olvidado hierro de la tierra o como se le denominó posteriormentehierro de Metapas (Metapán), el cual se trabajó en los ingenios de hierro del centro y occidente del actual territorio salvadoreño; así como la importancia, desarrollo y comercialización del producto por excelencia de estas dos provincias,el añil.
Fundamental, para entender la identidad es hablar de las etnicidades, que a lo largo del tiempo se han invisibilizado, el mestizaje biológico y cultural, losindígenas, los afro-salvadoreños, y otras identidades étnicas. No faltará hablar de una de las instituciones vitales de la etapa colonial, La Iglesia y sus ordenes religiosas, así religión y cofradía, jugarán un papel primordial. Algunas temáticas que se han presumido desconocidas como la Inquisición en territorio hoy salvadoreño, la incursión de piratas a los puertos de las costas de Sonsonate y del Golfo de Fonseca, y el desconocido Antiguo Puerto de Amapalasalvadoreño, sobre las costas de las playas de la Unión.
La historia del poblamiento de Chalatenango, el criollismo, los estancos, la consolidación de los Vales Reales, son algunos de los tópicos que se estarán desarrollando. La Constitución de Cádiz, como eje de influencia en las colonias americanas, el movimiento de 1811 y la revuelta de 1814. Luego de ello, se conocerán los procesos de las luchas ideológicas, el importante papel desempeñado por las mujeres en la independencia, así como los diversos motines de indios y los diferentes procesos independentistas de Centroamérica. Se emprenderá los relatos de los personajes, hombres de “carne y hueso” como Manuel José Arce, José Matías Delgado, los hermanos Aguilar, el intelectual y gran pensador José Cecilio del Valle y su contribución a las bases de la Patria grande centroamericana. Tema de importancia que generó cambios en la recién independiente Centroamérica, fue la anexión de ésta al México de Iturbide.
Este cúmulo de acontecimientos enmarcados en los hechos históricos que sobrepasan los doscientos años, son las bases de la historia salvadoreña, historia que debemos conocer, comprender, interpretar, valorar y reflexionar, pues nos acerca a la conformación de las identidades en El Salvador.
[Img: Flyers publicitario 1811 Bicentenario; fondo fotográfico ASH]
El gobierno insurgente
LPG 26 de noviembre de 2010 Pedro A. Escalante Arce Academia Salvadoreña de la Historia
El miércoles 6 de noviembre, se nombró al nuevo gobierno municipal que iba a sustituir al derrocado el día anterior. Así, con una consulta de alcaldes de barrio y principales representantes de los estamentos sociales, y por renuncia del recién nombrado Bernardo de Arce como alcalde interino, se constituyó el ayuntamiento con Leandro Fagoaga y José María Villaseñor como alcaldes de primero y segundo voto, respectivamente. Los ocho regidores fueron el mismo Bernardo de Arce, Domingo Durán, Juan Delgado, Fernando Silva, Manuel Morales, Miguel Rivera, Francisco Vallesco y Tomás Carrillo. Como secretario Juan Manuel Rodríguez. Como intendente continuaba Gutiérrez y Ulloa, por lo cual fue sustituido el jueves por José Mariano Batres, el ministro contador de las Cajas Reales, y en lo militar se designó a José Aguilar como comandante de armas y por su segundo en mando a Fernando Palomo.
Asimismo se procedió a enviar comunicaciones a las principales poblaciones de la Intendencia para comunicar lo sucedido e invitarlos a enviar representantes a San Salvador. En el acta del nuevo ayuntamiento del día 7, que recoge el historiador Francisco Monterrey en sus anotaciones cronológicas, se habla del juramento de obedecer a este gobierno insurgente “bajo la religión cristiana, bajo las leyes municipales, bajo Fernando Séptimo…” –lo de invocar a Fernando VII fue común denominador de los movimientos rebeldes hispanoamericanos, no algo propio de San Salvador-. Con esto se inició un ambiente de moderación y cautela ante las previsibles consecuencias que se esperaban desde Guatemala.
Se utilizó el dinero existente en las cajas reales para pagar un contingente armado que patrullara la ciudad. Se suprimió el estanco del aguardiente y del tabaco, así como el cobro de los impuestos de alcabala, asuntos álgidos en la confrontación con las autoridades reales, un malestar compartido por toda la América española con las reformas fiscales introducidas por el gobierno de la dinastía Borbón.
En varias poblaciones hubo brotes de rebeldía según la tónica de insurrección de San Salvador, así se vieron convulsos Santiago Nonualco, Usulután, Santa Ana, Chalatenango, Tejutla, Cojutepeque, Sensuntepeque. En todas fue el pueblo mulato y mestizo de los pueblos y villas el que protagonizó las acciones violentas. En Sensuntepeque hubo un fuerte movimiento a finales de diciembre, depusieron a las autoridades reales del pueblo, pero fueron dispersados. Dos exaltadas de Sensuntepeque fueron las hermanas Manuela y María Feliciana de los Ángeles Miranda, a las cuales se les condenó a ser azotadas en la picota pública, donde cada una recibió veinticinco azotes y se les condenó a servir en la casa del vicario de la villa de San Vicente de Austria.
San Vicente y San Miguel fueron dos baluartes a favor de la autoridad del capitán general José de Bustamante y Guerra, residente en la capital, la Nueva Guatemala de la Asunción, que había sustituido a Santiago de Guatemala después de los terremotos de 1773. Ya el 7 de noviembre habían llegado las noticias de San Salvador a San Vicente, y el alcalde primero José Santín del Castillo se apresuró a prepararse para los acontecimientos. En San Miguel la reacción fue absolutamente contra la cabecera sansalvadoreña y se organizaron tropas de intervención, mientras el verdugo del ayuntamiento quemaba en la plaza de Armas la carta recibida de los munícipes rebeldes. Además estaba la influencia del vicario Miguel Ángel Barroeta, junto con el de San Vicente, Manuel Antonio Molina, dos decididos opositores a los clérigos revolucionarios de San Salvador, al igual como los antagonizaba en Santa Ana el cura Miguel Ignacio Cárcamo. En general los párrocos de los pueblos y ciudades no apoyaron a los curas rebeldes. La misma situación adversa se dio en La Trinidad de Sonsonate, cabecera de la Alcaldía Mayor, donde la posición fue en contra de los sucesos insurgentes.
San Salvador y sus autoridades, lo mismo que los levantiscos habitantes comenzaron a temer la invasión de preludiaban las milicias migueleñas y vicentinas reunidas en Apastepeque. Igualmente se sabía de tropas que llegaban desde Usulután y Sensuntepeque, además de las que estaban por cruzar la línea de demarcación de la Intendencia e internarse en ella desde Sonsonate, pero la más temida era la reacción que se esperaba desde Guatemala. San Salvador en realidad estaba solo, muy poca ayuda podía esperar de municipalidades amigas. En muchos lugares, a pesar de manifestaciones exaltadas, las autoridades de cabildo no apoyaban al gobierno insurgente, tal como fue el caso del más notorio y violento levantamiento en un pueblo de la provincia, el de Metapán.
En San Pedro Metapán, rico pueblo de tradición comercial y con la más importante industria del hierro en el Reino, entre el 24 y el 26 de noviembre el desorden con violencia devastó la tranquilidad de la población, con la particularidad de que en Metapán fue el único sitio donde hubo presencia indígena colectiva en la rebeldía. El blanco principal de la revuelta fue el alcalde segundo Jorge Guillén de Ubico, quien fue depuesto con amenazas a muerte. También se atacaron los estancos de aguardiente y de tabaco, Fueron grupos de indígenas, mestizos y mulatos los que se impusieron por sobre los criollos y peninsulares del pueblo. Como personaje principal instigador de la revuelta se señaló a Juan de Dios Mayorga, administrador de Correos en Metapán, quien había ocupado cargos en la administración colonial, hacendado, dueño de ingenio de hierro, además de receptor de alcabalas y diezmos, y que tendrá conocido protagonismo en los años independentistas. Los jefes de familias criollas tuvieron que entrar en arreglos con los ladinos e indígenas exaltados, con sus cabecillas Severino Posadas, Marcelo Zepeda, José Galdámez y otros, así como los alcaldes indígenas Andrés Agustín y Andrés Tobar.
El día 27 ya estaba concluida la rebelión. Llegaron milicias desde Santa Ana y Texistepeque, enviadas por el nuevo intendente que se dirigía a San Salvador, José de Aycinena, donde todavía estaba gobernando el ayuntamiento insurgente, y que con sus acompañantes se había detenido en Santa Ana por el levantamiento de Metapán.
[Img: Placa conmemorativo en mármol de la Constitución de Cadiz, ubicado en la ciudad de Metapán, El Salvador; fondo fotográfico ASH]
Pacificación y trascendencia del San Salvador rebelde
LPG 12 de noviembre de 2010 Pedro A. Escalante Arce Academia Salvadoreña de la Historia En la Nueva Guatemala de la Asunción las autoridades encabezadas por el capitán general José de Bustamante y Guerra, y el ayuntamiento, conocedores de la insurgencia en San Salvador, se aprestaron a actuar. El 16 de noviembre juramentó como nuevo intendente sansalvadoreño el coronel José de Aycinena, y como delegado del grupo municipal guatemalteco José María Peynado, regidor decano. El propósito no era el de combatir militarmente a los alzados, sino lograr la pacificación de la ciudad rebelde, donde se esperaba un inminente ataque. Los gobernantes de la Real Audiencia y de la Capitanía General sabían que los tiempos de Hispanoamérica estaban revueltos y que se tenía muy cerca, en México, la guerra emancipadora iniciada por el padre Miguel Hidalgo y continuada por José María Morelos, acompañados de muchos partidarios y grandes multitudes. Solamente imponer tranquilidad en San Salvador era lo sensato y aconsejable, para no prender fuego a los malestares de la población en todos los grupos sociales. Aycinena y Peynado partieron hacia la sede provincial por la ruta de Santa Ana, donde enterados de la revuelta de Metapán decidieron detenerse para calmar al pueblo levantisco y enviar fuerzas. Aycinena envió a los franciscanos José Mariano Vidaurre y José Pineda para apaciguar los graves sucesos ocurridos.
Por fin, en los primeros días de diciembre entraron a San Salvador Aycinena y Peynado para hacerse cargo de la provincia y poner en orden en la ciudad. Fueron recibidos por una comitiva encabezada por el padre José Matías Delgado, con lo que se sellaba la finalización del período rebelde de San Salvador. Vino la calma, y el posterior indulto para los comprometidos, pero volvería a brotar el malestar más adelante en esta ciudad contestataria y de cuño fuerte.
Todos estos sucesos han sido motivo, con sus numerosos detalles, circunstancias y muy extensas consideraciones, de diversos estudios y comentarios por los historiadores, desde los trabajos académicos con respetable criterio de ciencia social, hasta los efímeros del entusiasmo cívico, o de la pobreza de análisis. El Primer Grito de Independencia es considerado como la eclosión combativa de numerosas causas que se venían sumando en la provincia, causas que no varían mucho de las que surgieron en otros lugares de la monarquía colonial. Las intenciones del grupo de criollos que participó son puestas por parte de la historiografía salvadoreña en la óptica del desmenuzamiento incisivo de su actuación, por las estrechas redes familiares, lo que le da una connotación oligárquica; un abundante material para ser comentado y elucubrado. Estos criollos, bautizados como próceres, serán también los de la rebelión de enero de 1814 y los mayores protagonistas de muchos capítulos de la historia germinal del nuevo Estado, encabezados por la figura dominante y principal de José Matías Delgado –como pareciera, para algunos, haber sido también en 1811-, Delgado el sacerdote a quien nadie puede discutir su férrea personalidad, cualquiera que sea el matiz de la interpretación del proceso independentista, así como su altura política y el puño decidido de su ánimo y presencia, como ser la auténtica piedra fundamental del naciente El Salvador. Así como está presente el protagonismo de varios otros criollos, mestizos y mulatos que se expusieron a cárcel y castigo. Hay que remarcar en 1811, y en general en todo el período insurgente, la ausencia por motivos históricos y culturales de los conglomerados indígenas, excepto en casos especiales, como el de Metapán.
Pasados los movimientos insurgentes de 1811 y 1814, las confrontaciones ideológicas, el período constitucional de Cádiz, las veleidades absolutistas de Fernando VII, la Independencia de 1821, así como el período imperial de Agustín de Iturbide, a principios de 1824 quedó consolidada la formación de nuevo Estado, en el marco del Congreso Nacional de las Provincias Unidas, con la anexión de la Alcaldía Mayor de Sonsonate a la Intendencia de San Salvador, ya vetustas categorías de provincias españolas, que comenzaban así, unidas, una definitiva realidad de autonomía y personalidad política propia en una jurisdicción cuyos límites básicamente databan, con las variaciones del tiempo, desde finales del siglo XVI.
El movimiento insurgente de San Salvador de 1811, el Primer Grito de Independencia, fue el crisol del futuro Estado, la matriz histórica del surgimiento de un nuevo país, apretado entre las sierras de Honduras y el océano Pacífico. Dos provincias emancipadas de la Corona de Castilla y sobre todo desgajadas de Guatemala, motivo que puede tenerse como la más profunda razón de la autonomía, pues era contra Guatemala que principalmente se dirigían los dardos rebeldes, y no tanto contra Madrid. Dos provincias ricas, productivas, pobladas, con aceptables comunicaciones, sin más pretensión que bastarse a sí mismas, sin ambiciones geográficas, que decidieron crear un nuevo Estado en la América hispana, separado de sus antiguas demarcaciones.
En los papeles de la anexión de Sonsonate puede leerse ya el nombre de este Estado: “Estado Salvador”, un nombre nuevo derivado de San Salvador, pero modificado por la novedad del país en gestación y en el que ya no sólo el territorio de San Salvador se vestía de Estado. Vendrá la República federal, la añorada, y luego el duro camino de la consolidación unitaria nacional, con una historia que arranca de las entrañas indígenas, inmersa en la gran epopeya de la Mesoamérica de las altas cultura precolombinas, matizada visceralmente por el aparecimiento de Europa y la inclusión en la cultura occidental y cristiana, con España incorporando a los indígenas al universo híbrido de lengua, leyes, historia, tradiciones e Iglesia concebido para las Indias americanas. Es el legado de dos mundos en El Salvador, con los atributos y características del territorio y su diseño histórico, país forjado a golpes de yunque en los siglos, con sus dramas, sus tragedias, sus ilusiones y decepciones, donde los acontecimientos se van uniendo en una cadena histórica que inventa su propio país; centurias de difícil legado, en las cuales el 5 de noviembre de 1811 se presenta con la trascendencia de ser el nacimiento de la invención de El Salvador.
[Img: Afiche publicitario 1811 Bicentenario; fondo fotográfico ASH]
El 5 de noviembre de 1811
LPG 5 de noviembre de 2010 Pedro A. Escalante Arce Academia Salvadoreña de la Historia
El Bicentenario que se conmemorará en 2011 es el comienzo de ese proceso independentista en Centro América, con el llamado Primer Grito de Independencia de 5 de noviembre de 1811, con lo cual comienza la búsqueda de autonomía que se dilatará por varios años, sin agotarse en una sola fecha su conclusión, aunque puede enmarcarse entre 1811 y las actas de Independencia de 15 de septiembre, 1821, y de 1 de julio y 1 de octubre de 1823, en Guatemala. La primera la de los privilegios de celebración, por ser nacimiento y amanecer de nuevos tiempos, la segunda la llamada de Independencia absoluta, y la tercera la reiteración del proceso; estas dos últimas en el marco del Congreso Nacional Constituyente en Guatemala.
El Primer Grito de Independencia sigue siendo motivo de investigación y estudio para afinar sus realidades y consecuencias. El diseño cívico-patriótico- histórico heredado principalmente desde el primer centenario en 1911, no puede tomarse como algo definitivo, por muy meritorio que sea, pues hay interrogantes que aún rondan insistentes en los afanes del historiador y del comentarista. Todo a pesar de los importantes trabajos de historiadores de nota, como Jorge Lardé y Larín, Rodolfo Barón Castro, Francisco Peccorini, Roberto Turcios, Carlos Meléndez Chaverri, Miguel Ángel Durán, Alejandro Dagoberto Marroquín y otros. Además de la fuente inagotable que ha sido el extraordinario trabajo compilador de Miguel Angel García, en especial con los “Procesos de Infidencia”, así como la minuciosa cronología histórica de Francisco Monterrey. El Bicentenario corresponde a esa realidad trascendente que fue un ayuntamiento autónomo y rebelde, que marcó los primeros sacudimientos de la insurgencia local, con apoyo popular para una situación que se inscribía en la tradición hispánica de los ancestrales fueros de ayuntamiento y en la soberanía popular revertida al pueblo al faltar el monarca.
El lunes 4 de noviembre de 1811, una muchedumbre de los barrios de San Salvador con sus alcaldes propios provocó un desorden contra las autoridades del ayuntamiento y sobre todo contra el intendente Antonio Gutiérrez y Ulloa. La causa inmediata fueron las noticias de la cárcel del padre Manuel Aguilar en Guatemala y la orden dictada contra sus hermanos Vicente y Nicolás. Además circulaba el rumor de que se quería atentar contra el vicario padre José Matías Delgado. En todo este barullo popular se dijo que estaba la mano intrigante de ciertas familias criollas de la ciudad, de muy cercano parentesco entre ellas, las cuales habían incitado este movimiento de rebeldía ocasionado no sólo por las noticias sobre los sacerdotes, sino por un malestar creciente por las medidas fiscales, en particular por el régimen de estancos, y de estos los más rechazados los del tabaco y del aguardiente, así como el disgusto por el pago de tributo y por el impuesto de alcabala.
Los personeros más representativos de estas familias fueron llamados el día siguiente para poner orden en lo que se volvió una violenta conmoción en la plaza de Armas, frente al edificio del ayuntamiento, donde toques de campana del cabildo habían soliviantado los ánimos. Estos líderes criollos pertenecían a familias de hacendados con amplio arraigo entre los habitantes mulatos y mestizos de la ciudad, en una especie de clientelismo muy propio de esos tiempos, donde la vida de los criollos provincianos, muchos de ellos venidos a menos económicamente, tenían redes de amistad y de identidad con el estrato popular (los Delgado, Arce, Fagoaga, Aranzamendi y otros). En cuanto a los clérigos, además de pertenecer a estas familias que resentían los privilegios de la capital guatemalteca y el poderío económico de sus grandes comerciantes, dueños de grandes intereses en las tierras de la provincia de San Salvador -desde 1785 con el rango de Intendencia-, eran ellos sacerdotes de un clero provinciano, diferente de la alta clerecía de Guatemala e identificados con los estamentos urbanos.
Los españoles peninsulares residentes en la ciudad tuvieron que ser protegidos por los dirigentes criollos, ante las amenazas por los exaltados del pueblo, entre ellos el más connotado y afortunado, Gregorio Castriciones, y el directivo del Real Montepío de Cosecheros de Añil, Rafael de Otondo. El cuerpo de milicianos del Escuadrón de Dragones comandado por el coronel José Rosi, también uno de los dos alcaldes ordinarios de la ciudad, quedó desarticulado, asimismo los miembros del ayuntamiento destituidos y el gobierno de la ciudad entregado a Bernardo de Arce, como alcalde único en esos momentos, y su hijo Manuel José nombrado diputado del pueblo. Hay muchos detalles de estos días, algunos fieles y otros que parecen haber sido más bien acusaciones puestas en las actas de los “Procesos por Infidencia”, tal como un Manuel José Arce con grandes voces subido en una silla con aquello de “ya no hay reyes, alcabalas, tributos, terrajes…” Los partidarios del orden monárquico, que no eran pocos, sólo pudieron ver pasar los sucesos y cuidarse de cualquier desenfreno. Cuando concluyó el martes 5 de noviembre, ya no había poder municipal en San Salvador y el Intendente Gutiérrez y Ulloa a punto de ser removido de su cargo por los insurgentes. La ciudad era la viva estampa de la insurgencia americana.
[Img: Antigua parroquia de San Salvador; fondo fotográfico ASH]